Se agradece que los niños franceses, desde Truffaut y probablemente mucho antes, no tengan la mirada limpia e inocente sino todo lo contrario: los niños franceses, o por lo menos la niña francesa que protagoniza “Stella” se mueven en entornos imposibles, problemáticos, ambiguos… en los que la crítica social no cabe porque lo único que cabe es la escapatoria. Stella es la historia de una niña que huye. No se sabe de qué y no se sabe hacia dónde. La película da algunas pistas pero no se esfuerza en darnos las soluciones masticadas.
Es una película inquietante y es una niña inquietante. Inquietante y melancólica, con solo once años. Lo prodigioso de la película es que roce el cliché tantas veces sin llegar nunca a pasar la línea. Cada decisión que toma la guionista y directora es la correcta: mostrar, no explicar. Podría perderse en detalles de lo duro que es pasar de la infancia a la adolescencia, lo complicado de una familia desestructurada, reflexiones sobre qué lleva a la gente a los bares y al fútbol… En definitiva, podría ser una película de Fernando León de Aranoa pero no lo es: está la confusión, está la inquietud, están los problemas y por supuesto los padres perdidos, melancólicos ellos también, el bar que regentan y la formidable panda de borrachos que lo habitan 24 horas al día como si aquello fuera una canción de Billy Joel. Lo asombroso es que nadie quiere salvar a Stella, ni siquiera ella misma. No hay redención, ya lo he dicho, solo escapatorias.
El buen gusto y el tacto que envuelven toda la película matizan los puntos de sordidez evidente, incluso de terror, porque no hay nada más terrorífico que un niño o un anciano al borde de la violencia. Sí, la violencia está presente en “Stella” como escenario de fondo pero sin llegar a estallar en ningún momento. Es como un barco que estuviera a punto de hundirse todo el rato pero que, de alguna manera, consiguiera salir a flote día a día, sin pensar en el mes siguiente. No hay lecciones, no hay moral. Hay una niña que pierde el miedo. Una niña que, de hecho, no parece tener miedo hasta que acaba reconociéndolo: “Tengo miedo a todo”.
Uno podía imaginárselo solo con verla, todo ese caos a su alrededor y ella intentando cumplir 12 años, pero era bueno que lo ocultara durante una hora y media y solo lo reconociera al final. No se preocupen, esto no es un “spoiler”, a los quince minutos de película cualquier espectador tiene motivos suficientes para pensar que esa niña está aterrorizada. Y lo está.
En parte también es una historia de gente que recoge a gente. Sin empujones ni tirones ni obligaciones. Esa gente que se echa dos pasos hacia atrás, espera que te caigas y está ahí justo para recogerte antes de que toques el suelo. Y cuando sabes que alguien te va a recoger es más difícil que tú necesites caerte. Aunque solo sea por evitar las molestias. Por no incordiar. Stella es una niña que ante todo no incordia. A nadie.
Que eso parezca normal durante una hora y tres cuartos es mérito indudable de su prodigiosa protagonista, Léora Barbara, y de la directora, Sylvie Verheyde. Un día, todas estas mujeres van a empezar a contarnos sus historias y nos vamos a quedar a cuadros. No porque no las sepamos, que las sabemos, sino porque todos hemos decidido no escucharlas. Y en buena parte, ellas han decidido no contarlas. Así nos va. “Stella” entra en el intimismo femenino más allá del tópico. Se agradece. Cine del bueno, sin moralinas ni clichés.
Reseña publicada originalmente en la revista Neo2