martes, septiembre 06, 2011

Independence Night


Nos despertó un ruido parecido a un bombardeo. Algo ensordecedor. Las paredes del hotel temblaban y la persiana estaba suficientemente bajada como para no tener ni idea de qué pasaba ahí afuera. Tenía mucho sueño, habíamos dormido poco la noche anterior porque era nuestra última noche juntos. Los dos lo sabíamos, pasara lo que pasara en Madrid. Lo que no esperábamos era despertar con un ataque de la OTAN, sinceramente.

Yo dormía en una cama y ella en otra. Estas cosas sucedían a menudo en aquel viaje fin de curso... Uno empieza compartiendo habitación con dos amigos y acaba durmiendo en camas insospechadas sustituyendo a su vez a otra gente que está ocupando otra cama. Las hormonas adolescentes. El caso es que en algún momento de la noche yo había decidido dejar de abrazarme a Sonia y me había ido a la cama de su compañera: fresca, sin sudor, con espacio suficiente para moverme de un lado a otro.

Yo soy el típico tío que te conoce, te mira con ojos de cordero degollado, se mete en tu cama y a mitad de la noche no es que me vaya a casa porque eso le quita literatura al asunto... pero es muy probable que acabe en cualquier otro lugar de la casa: un sofá, una cama de matrimonio, incluso el suelo.

En resumen, que no era nada personal: yo dormía en aquella cama hasta que los disparos nos despertaron a los dos y entonces ella se dio cuenta de que estaba sola, me buscó entre legañas y se vino a mi cama para vivir el fin del mundo a mi lado. "¿Por qué te has ido?", me preguntó, y yo, a mis 16 años, no supe decir otra cosa que la verdad: "Tenía mucho calor, no puedo dormir con calor".

El estruendo continuó pero nosotros seguíamos abrazados y somnolientos en una diminuta cama pegada a la pared. Jugábamos a querernos. Éramos buenísimos en jugar a querernos: paseábamos por las calles de Atenas de la mano, nos poníamos juntos en el autobús para ponernos caras y las noches se nos iban de las manos. Los primeros cinco días de aquel viaje fueron una juerga continua de borracheras ajenas, los últimos cuatro fueron un ensayo general de lo que podía suponer tener novia.

No fue un mal ensayo. Ya lo he dicho antes: éramos dos grandes actores. Probablemente, ella mejor que yo, aunque eso nunca se sabe: ella tenía que fingir que me quería teniendo novio en Madrid y yo tenía que fingir que la quería sabiendo que en cuanto llegara a Madrid volvería con el novio. Mucho teatro en todo esto. Mucho extrañamiento, si quieren: son de esas cosas que solo se admiten si uno decide dejar de ser uno mismo y convertirse en un personaje.

Tomamos un pollo exquisito en La Placa, caminamos por senderos imposibles de la Acrópolis, nos perdimos y acabamos en una especie de Bronx ateniense con canchas de baloncesto. Todo en Atenas olía a decadencia. Absolutamente todo. Mi sensación era la de estar en una reconstrucción de Madrid de una de aquellas películas de los años 50. Grecia y su manía de autodestruirse.

¿Qué más? Salíamos a menudo con otra pareja: su mejor amiga y mi mejor amigo. De hecho, si Sonia y yo acabamos besándonos en mi cuarto aquella primera noche, la torpeza infinita a la hora de quitar el primer sujetador, buena parte de la culpa fue de ellos dos: la cita era suya, nosotros éramos solo los acompañantes. En un momento dado, bajando de la Plaza Omonia al hotel, calle Philadelphias, yo me atreví a pasarle el brazo por el cuello y pegarla hacia mí. Si lo pienso ahora, es una pésima maniobra de acercamiento, pero ya digo que mi torpeza no encontraba límites y si cuento más detalles va a ser peor.

Volvamos a la mañana del día en el que había que recoger todo y hacer maletas y recontar las dracmas que nosotros íbamos dejando tiradas por la habitación y las chicas de la limpieza con una paciencia resignada nos colocaban luego, en una pila ordenada, encima de las mesas. La mañana de las explosiones y los abrazos y las últimas confidencias. Cuando conseguimos vestirnos y bajar a desayunar, alguien nos explicó que se celebraba el día de la Independencia frente a los turcos. O eso o cualquier otra batalla que tenía que ver con los turcos, vaya, estaba yo como para lecciones de Historia.

Dimos nuestros últimos paseos, en círculos, como hacen los que no quieren avanzar y tampoco quieren quedarse en el mismo sitio todo el rato. Cogimos el autobús al aeropuerto: a ella le dolía la cabeza, a mí me dolía la garganta. Recuerdo quedarme dormido en el propio autobús, en la terminal del aeropuerto y nada más subir al avión. Esa será la última imagen que Sonia tenga de mí como amante: la de un cuerpo inerte que amenazaba con roncar en cualquier momento.

Mejor que fuera así, porque la realidad no invitaba al romanticismo. Efectivamente, ella volvió con su novio y yo volví con mis amigos a perseguir Chicas Langosta por las calles de Malasaña. Nos volvimos a ver un par de veces, camino del instituto. Puede que yo estuviera esperando una oferta. La mayor parte del tiempo lo paso esperando algo pero a menudo no sé qué es. Puede que no siempre sea honesto pero eso no quiere decir que sea hipócrita, quiere decir, simplemente, que no sé lo que quiero y a veces confundo las cosas.

The art of self-deception.

Nos veíamos de vez en cuando en los recreos del instituto. Poco más. Cada vez más de lejos. Iniciarse en Grecia tuvo su punto. Tanto que ni siquiera me he atrevido a volver y parece claro que justo ahora no es el mejor momento. Cuando vimos las fotos reveladas daba la sensación de que todo había sido precioso más allá de la belleza insuperable de Cabo Sunion. Las pequeñas cosas, las pequeñas sonrisas. Mi cuerpo tirado, resacoso, encima de una piedra al lado del Partenón.

De todo aquello, si me preguntan ahora, me quedo con esa imagen. Me parece un buen resumen: un montón de ruinas y yo manejándome en medio de la peor manera posible.