Otra página doblada. La diferencia entre mis páginas dobladas y
las de mi amigo es que las suyas están a la izquierda y abajo mientras las mías están a la derecha y arriba. Cada obsesivo tiene sus propias manías. El texto entre comillas corresponde a una conversación entre el protagonista y su ex mujer. En general, los personajes femeninos tienen un papel algo extraño en la novela, como si el narrador se sintiera siempre más seguro y más cercano entre hombres. Hay algo estético, algo falso en sus conversaciones con mujeres, precisamente, supongo, eso es lo que hace que sean mis favoritas:
"- Ahora solo nos vemos para cosas relacionadas con la muerte -dice X sombríamente- ¿No es triste?
- Hay mucha gente divorciada que no se ve nunca más. La mujer de Walter se fue a Bimini y él no volvió a verla. Nosotros lo llevamos bastante bien. Tenemos unos hijos maravillosos. Tampoco vivimos muy lejos.
- ¿Me quieres?- dice X.
- Sí.
- Quería saberlo, hacía mucho que no te lo preguntaba.
- De todas formas me gusta decírtelo."
Ya he escrito
antes sobre la necesidad de responder "sí" a la pregunta "¿me quieres?" o más bien la necesidad de escuchar el "sí" cuando lo preguntas, sin pararse a pensar si eso es verdad o es mentira, simplemente como terapia psicológica, como motivo para seguir adelante. La sensación de paz. Que alguien te quiera, sobre todo que alguien que te quiso te siga queriendo, es un motivo de peso para poder rendirte y todos soñamos con rendirnos en algún momento.
Mi amigo querría haber escrito "The sportswriter" como yo querría haber escrito "Opiniones de un payaso" y supongo que son el mismo libro, solo que en el mío el protagonista está arruinado, desesperado y es un romántico. Lo peor de todo: sigue enamorado y no entiende nada.
Hace algunos meses tuve una conversación inquietante con una chica preciosa que por entonces vivía en Bremen y ahora vive en Londres y en medio pasa fugazmente por Madrid para romperme el corazón durante unas horas. Se le da tremendamente bien. Fue una conversación de madrugada y ni siquiera fue "una conversación" en el sentido tradicional sino más bien en el sentido moderno, es decir, fue más o menos un chat, que es nuestra manera actual de sentirnos: cuanto más lejos el uno del otro, mejor.
En un momento de la conversación bajamos las defensas. Esos momentos son preciosos, yo vivo solo por los segundos inesperados en los que la chica baja la guardia y se acerca a aquello que cantaba Love of Lesbian: "Creo que voy a empezar a romperme". El caso es que yo le pregunté a la chica si le gustaba -no me atreví a preguntar si "me quería" porque no era mi ex mujer- y ella dijo que sí y luego me preguntó si ella me gustaba a mí y la respuesta obviamente fue afirmativa y hubo un pequeño silencio, teclas mudas, tras el cual ella siguió escribiendo algo confuso, algo del tipo "prométeme que te gusto más de 3" y yo no entendí nada pero le contesté que sí, claro, porque no tenía sentido llegar hasta las dos de la madrugada, bajar las defensas y una vez ahí ponerse a exigir definiciones precisas.
Seguí sin entenderlo -y sin importarme demasiado, porque fuera lo que fuera, era bonito- hasta meses después, hace pocos días, cuando alguien me explicó cómo poner corazones en Facebook. Las nuevas tecnologías no solo desarrollan nuevas relaciones de poder sino que crean nuevos lenguajes.
Y los treintañeros nos perdemos con frecuencia.
Ha sido un fin de semana raro, eso es lo mejor que puedo decir sin resultar pesado porque no quiero resultar pesado. El sábado no podía dormirme y la Chica Selectiva tuvo que aparecer por mi casa a las tres y media de la madrugada, llegada de una tarde-noche de fiesta. Me preguntó tres veces "¿estás bien?" y yo le contesté las tres veces que no y ella dijo "subo a tu casa", que es la manera que tienen los viejos amigos de decirse que se siguen queriendo.
Estuvimos hablando una hora y pico. Falso. Estuve hablando yo y ella escuchaba sin perder la compostura mientras soñaba con un Almax y un cuarto de baño donde poder vomitar. "Yo no necesito que me piensen, necesito que me toquen", le dije, y aquello sonó definitivamente a Hans Schnier. Estuvimos de acuerdo en que estábamos todos locos y solos y que la sociedad era la culpable. No sé si nos hizo sentir mejor. Yo le conté
esto, le conté que había escrito
esto, más bien, y que me sentía culpable por no haber sido lo suficientemente valiente para llevarlo a cabo.
"¿Realmente es eso lo que quieres hacer, Guille?", me preguntó y yo le dije que probablemente no, pero que de todas maneras me sentía culpable por no intentarlo. "Es una exageración", concluyó y ahí estuvimos de acuerdo.
No fue el momento más mágico del día, aunque se acercó. Si tuviera que hacer una competición, elegiría el momento en que Fer zapeó en el descanso del partido del Madrid y dio con la escena de Pulp Fiction en la que el Señor Lobo arreglaba las cosas en casa de Quentin Tarantino y ya empalmamos con la escena final del
diner, con Pumpkin y Honey Bunny, y después de media hora nos dimos cuenta de que no solo no habíamos vuelto al fútbol -nos perdimos exactamente dos goles, un penalty y una expulsión- sino que ni siquiera habíamos intercambiado una sola palabra, más que para repetir algún diálogo.
Y entonces, entendí, aunque me sentí incapaz de decirlo en alto, que la soledad tenía que ser algo muy parecido a eso.