Lo primero fue ir a clase de francés. Estaba cursando un intensivo por las mañanas, un montón de horas para excusar mi feliz entrada en el fascinante mundo del paro juvenil. A la salida había quedado con un amigo del instituto para comer: él iba de traje y corbata, yo llevaría vaqueros medio rotos, una camiseta arrugada y el pelo despeinado. Así era yo a los 24 años. Fuimos a comer al bar de una amiga, calle Maldonado casi en la esquina con Velázquez, el sitio se llamaba "Crew" pero en seguida le cambiaron el nombre. La decoración era la de un barco que parecía siempre a punto de hundirse.
La llegada coincidió con el revuelo del segundo avión. El famoso "segundo avión". Hay combinaciones de palabras que pasan a la historia y marcan un referente común sin necesidad de explicaciones. Cuando yo escribo "el segundo avión", cuando lo leo escrito, no necesito que nadie me explique lo de antes ni lo de después: sé de lo que me habla, de la tarde en el barco a medio hundir donde todas las televisiones pasaron a Antena 3 y el avión entraba como cuchillo en la mantequilla de hierro de Manhattan.
Algunas cosas que hay que saber: yo no conocía Nueva York por entonces. Ya era ciertamente filoamericano, una desviación que como mínimo me costó una chica y puede que más, pero la ciudad no la conocía, así que no había una vinculación directa con la realidad. No la hubo en ningún momento. Como mucho podía pensar en los aviones, no más allá: al ver las imágenes no calculé jamás el número de víctimas en las Torres sino el número de pasajeros condenados a muerte, una de mis fobias habituales.
Obviamente, aquello fue impactante. Yo contaba los muertos en centenares y la realidad me los ponía en miles. No recuerdo haber comido nada. Supongo que comeríamos pero simplemente no lo recuerdo. Sí recuerdo hablar con mi hermano y con mi ex-novia, sin saber explicar muy bien lo segundo salvo como un acto reflejo. Mi hermano trabajaba entonces en CNN+ y era montador. Digamos que no tenía mucho tiempo para hablar pero sí el suficiente para hacerme mirar a otro lado: "Se están tirando", me decía por teléfono mientras le llegaban los brutos desde Atlanta, las imágenes que luego hemos visto en una décima parte de lo que fue: cogidos de la mano, de uno en uno, soltándose de las ventanas hirviendo a las que se habían sujetado para poder respirar...
Y entonces me di cuenta de que los aviones no habían atravesado ninguna mantequilla sino cientos de oficinas con miles de empleados.
Recuerdo los teléfonos móviles. Siempre hay un día en el que una tecnología se consagra a nivel mundial y ese día, para el teléfono móvil, fue el 11 de septiembre de 2001. Recuerdo las conversaciones en círculo, fuera y dentro del local, cada uno pegado a su pequeño Motorola o Nokia o Siemens... Recuerdo la excitación casi morbosa. No solo la mía, la ajena. El 11-S fue una masacre pero ante todo fue un espectáculo. Nosotros lo vivimos como un espectáculo, no lo neguemos, porque era una masacre pero no era
nuestra masacre. Cuando nuestra masacre llegó a nadie le entraron ganas de sonreir ni de hacer chistes.
Estuve un tiempo en el bar, no recuerdo cuánto. Creo que el suficiente para enterarme del avión del Pentágono pero no tanto como para ver las torres caer. Puede que sí. Tenía cita con un urólogo por dolores recurrentes en el testículo derecho. Le llevaba una ecografía y como cualquier post-adolescente criado en la era de Lance Armstrong estaba convencido de que me iba a morir. Aquella era una situación extraña: el médico tenía que decidir mi futuro a corto plazo cuando el futuro de todo el planeta estaba llenándose de escombros y polvo gris espeso. En la consulta todos llevábamos transistores y nos mirábamos con una cierta complicidad: ahí afuera las cosas tampoco iban mejor y de alguna manera eso nos consolaba. La socialización del sufrimiento.
Aquello quedó en una falsa alarma, afortunadamente. Entonces entró de nuevo la realidad por una rendija y yo hice lo posible por poner toallas y tapar la luz. La mejor manera que encontré fue acercarme a casa de mi ex novia, la ex novia a la que había llamado en plena agitación, la ex novia que me había dejado casi un año antes tras cuatro años de relación incondicional. "Mi novia de los 90" en la terminología actual.
Ninguno de los dos sabía muy bien qué hacía yo allí pero no puedo decir que me sintiera rechazado. Puede que no te apetezca que tu ex novio se presente a media tarde por tu casa con una ecografía de la Ruber en la mano, pero tampoco la obligué a hablar demasiado: las imágenes se sucedían junto a las amenazas de nuevos atentados. Nos limitamos a sentarnos y mirar, como hizo todo el mundo. Los hombres grises con sus maletines, las torres como ollas hirviendo que acababan derrumbándose en una brutal implosión. Los puentes que unen Brooklyn con Manhattan -insisto, yo, por entonces, no había pisado esos puentes, todo para mí era literatura, o, más bien, cine- llenos de gente perdida, como moscas zumbando en direcciones opuestas.
Estuvimos juntos una hora, puede que más. Recuerdo a Matías Prats y
quizás a Olga Viza. La siguiente parada tuvo un punto aún más absurdo. Había quedado con una redactora de "Pasapalabra". Una chica enorme y preciosa que estudiaba estética y que me había pedido prestada "La Crítica del Juicio" el verano anterior, justo cuando yo participé en el programa con Félix el Gato, Cybercelia, varios pibones de las series de entonces y, pese a todas mis torpezas, conseguí llevarme 200.000 pesetas; el sueño del desempleado a jornada completa.
No recuerdo el nombre de la chica, solo su belleza. Síndrome de Stendhal. Cenamos juntos en un bar que quedaba en la Calle Alcalá casi a la altura de Cibeles. El bar también ha cambiado muchas veces de nombre pero ni siquiera me acuerdo del original, el de entonces. Yo seguía paseando mi ecografía, un testículo derecho enorme en negro y azul con una presumible inflamación en el epidídimo y alrededor seguía la incredulidad. La chica hablaba de lo que hablábamos todos y detrás de ella el Madrid le ganaba 1-2 a la Roma. Recuerdo un gol de Guti y otro de Totti: yo y mis recuerdos absurdos.
No sé qué quería aquella chica. No sé si veía en esa devolución de un libro de Kant, ¡un libro de Kant, qué clase de excusa era esa! una manera de entablar algún tipo de relación o una demostración de practicidad, muy de redactora de concurso televisivo: lo he utilizado, gracias, te lo devuelvo, pasa una vida feliz. Viera lo que viera, lo que ocurrió fue lo segundo. Esa chica tuvo la suerte de pasar a mi historia como seguro que yo pasé a la suya. Cuando ella recuerde aquel día extraño de emociones mezcladas y profunda falta de empatía, tendrá que volver, aunque sea de mi manera difusa, a ese bar que quedaba debajo de unas escaleras y donde el concursante filósofo miraba una televisión con gesto perdido, sin fijarse en ella, buscando en el fútbol la enésima retirada de la realidad del día.
Porque entonces no había Twitter y eso quedaba para uno mismo... y yo me sentía demasiado frágil, demasiado poco preparado para lidiar con todo aquello de una manera mínimamente sensata.