sábado, septiembre 24, 2011

The Sportswriter


Estoy leyendo una novela que me dejó un amigo. No recuerdo si se la tengo que devolver o si fue un regalo, un ejemplar de más del que podía desprenderse. No sé si, cuando me la dio, él sabía que la edición estaba llena de páginas dobladas y de frases puestas entre corchetes con bolígrafo. Siempre hay algo impúdico en espiar las frases preferidas de los demás, sus páginas dobladas. Hay una debilidad detrás de cada esquina vuelta hacia delante o hacia atrás. Una fragilidad latente en cada muestra de entusiasmo.

En este caso no importa: sus páginas dobladas podrían ser perfectamente las mías y de hecho me he animado a seguir el juego, aunque me haya tomado unas 300 páginas. Exactamente 326. El protagonista ha tenido un pequeño incidente en una cabina de teléfonos en mitad de ningún lugar y la chica de la hamburguesería le atiende la herida con una cierta desgana. Ella le pregunta:

- ¿Qué haces?

Y él contesta:

- Soy periodista deportivo.

Luego pasan unas líneas prescindibles y vamos al grano de la conversación:

"- Bueno -dice ella, escudriñando de nuevo la autopista con sus ojillos grises, como si esperase ver pasar a alguien desconocido- ¿Tienes algún equipo favorito y todo eso?- Se ríe con afectación, como si la idea la avergonzase.
- En béisbol, los Tigers de Detroit. Hay algunos deportes que no me gustan nada.
- ¿Como cuáles?
- El hockey.
- Vale, olvídalo. Se pelean y se acabó el juego.
- Eso creo yo.
- ¿Jugabas a algo de joven?
- También me gustaba el béisbol entonces, pero no sabía golpear ni correr.
- Ajá. A mí igual. - Da una ridícula calada a su cigarrillo y exhala todo el humo en la atmósfera del área comercial-. ¿Y cómo te interesaste por eso? ¿Leíste algo en alguna parte?
- Fui a la universidad. Luego me hice mayor y fracasé en todo lo demás, así que era lo único que podía hacer".

No es un libro muy alegre. Es la historia de un escritor frustrado que se convierte en periodista deportivo, pero ni siquiera es un libro sobre deportes, salvo alguna referencia muy puntual. Es un libro sobre decadencia, es decir, es un libro que podría haber escrito yo y que podría haber protagonizado yo. Eso solo quiere decir que en realidad mi amigo es un hijo de puta regalándome estas cosas en un momento en el que incluso la hipótesis de ser periodista deportivo -desde luego periodista deportivo estadounidense, es decir, sportswriter, que no es lo mismo- es imposible en España y supongo que en el mundo.

Además, la traducción me hace perder la paciencia. Si pudiera subirme a un neutrino y viajar hasta 1986 lo primero que haría sería ganar una barbaridad de dinero apostando por resultados que me sabría de memoria. Probablemente me bastaría con poner todo mi dinero en la cuenta del Steaua de Bucarest. Luego, viajaría a Estados Unidos y le diría a Richard Ford que no puede utilizar un vocativo en cada conversación, que precisamente un libro no es una puta retransmisión deportiva y no puedes escribir esos diálogos maravillosos y acabarlos siempre con un "Herb" o un "Frank", aunque, muy probablemente, puesto que solo pasa en los diálogos entre dos hombres, intente parodiar el estilo de retransmisión deportiva: "¿Qué crees que nos espera en la vida, Frank? / "Es difícil saberlo, Herb" / "A veces miro al infinito y tengo miedo de que el infinito me ataque por la espalda, Frank" / "Sé perfectamente lo que dices, Herb, pero no veo por qué tendrías que tener miedo"...

Y así sucesivamente.

El diálogo era inventado por cierto, el libro es mejor que eso.

Como a todo el mundo se le permiten tres deseos y estamos en 1986 pongamos que mi tercer deseo fuera verme a mí mismo con 9 años. Lo que no sé es qué momento escogería: quizás un primer campamento de verano en un pueblo perdido de Ávila, tirándonos piñas a la cabeza y estallando uñas bajo las neveras de los helados. Quizás en casa de mi abuela, las persianas bajadas, mi tío y unos amigos suyos viendo un partido del Mundial de México, Francia-Alemania, creo recordar, aunque igual este es un recuerdo inventado.

No. Era un Francia-Alemania, seguro... yo me vería a mí mismo y me diría al oído, muy bajito: "No te creas nada de lo que está pasando: al final, Alemania remontará y ganará en los penaltis. Ve ahí y díselo a todos bien alto. Se quedarán flipados contigo... Espera, no te vayas todavía, a partir de ahora quiero que no tengas miedo nunca más, ¿vale?, ¿me has oído bien, Guille? Quiero que no tengas miedo a nada o por lo menos no se lo tengas a todo. Encuentra un punto medio entre todo y nada y manéjate lo mejor que sepas. ¿Harás eso por mí?"

Y probablemente, en ese momento, yo me alejaría de mí mismo dándole patadas a un diminuto balón de plástico, desinflado, y en ese momento me daría cuenta de que no, que no me iba a hacer caso, porque yo no le hago nunca caso a nadie.