domingo, septiembre 01, 2013

¿De qué hablamos cuando hablamos de guerra?


Hace unos pocos días, un conocido columnista publicaba un artículo llamado “Sí a la guerra”, en el que invitaba a no dejar impunes las atrocidades de Al-Asad y criticaba de paso el reiterativo “No a la guerra” que determinado pacifismo, no exclusivamente de izquierdas porque ahí está también la iglesia católica, vocea cada vez que hay un conflicto internacional.

Creo que el debate al respecto de las intervenciones militares es a la vez demasiado abstracto y demasiado concreto. Me explico: no se puede decir “No a la guerra” ni decir “Sí a la guerra” sin saber de qué guerra estamos hablando ni qué consecuencias va a tener, ni cuál va a ser la estrategia militar, ni quién va a poner los muertos, ni cuántos muertos van a ser ni si merecerá la pena, en el sentido de que el balance de víctimas y la situación de los supervivientes sean más asumibles en términos morales que si no hay intervención militar alguna.

De entrada, en este caso al menos, este argumento llamémoslo de nuevo pacifista cae en un error: en Siria ya hay una guerra. Si no, ustedes me dirán para qué iba a andar Al-Asad gaseando a los ciudadanos, que, por cierto, no son “su pueblo”, dejemos los mesianismos a un lado. Por lo tanto, la tesis sería más bien algo parecido a “dejémosles a ellos con sus guerras que ya sabrán qué hacer” y se criticará de nuevo el imperialismo occidental intervencionista, su prepotencia y ese largo etcétera de tópicos cuando Estados Unidos está de por medio en un conflicto.

Lo que nos lleva a lo concreto: casi toda discusión bélica acaba teniendo como único referente el 30 de septiembre de 1938 y la figura de Lord Chamberlain, a la sazón primer ministro británico, que vuelve exultante de Munich blandiendo el documento de “paz” que ha conseguido firmar con Mussolini y Hitler. Todo está ahí, en ese terrible error estratégico del Reino Unido, en esa asunción de que la paz era cerrar los ojos y así el mundo dejaría de existir. Desde entonces, el argumento se repite: la guerra, mejor preventiva, no dejemos que los totalitarismos y las amenazas crezcan, cortémoslas de raíz...

El problema es que la realidad no entiende de tácticas ni de estrategias. No todas las guerras son iguales, no todos los conflictos tienen la misma solución. Es lo que siempre se ha llamado realpolitik y cada vez es un término más denostado por el “buenismo” imperante, el que cree que cada una de nuestras acciones debe de ser la propia de un legislador universal, a lo Kant, que mejore el mundo sin mirar sus propios intereses, a la vez que le niega esa superioridad moral de entrada. Un contrasentido absoluto.

Llámenme cínico, llámenme lo que quieran, pero entiendo perfectamente que un país elija a sus aliados y los apoye igual que elige a sus enemigos —o ellos lo eligen a él- y los vigila de cerca. Entiendo que un país permita que su aliado tenga armas químicas y su enemigo no las tenga. Simplemente porque se las puede tirar a la cara en un momento dado. Instinto de supervivencia. Una vez asumido eso, ¿quieren saber mi opinión sobre la posible guerra de Siria?, ¿quieren que la resuma en un “sí” o un “no”? Como ven, o deberían haber visto, me es imposible. No sé lo que quieren decir cuando dicen “guerra”, ¿es un bombardeo, una intervención aérea o terrestre, una invasión del territorio?, ¿van a quitar al presidente actual y poner a otro?, ¿a qué otro?, ¿a qué precio?, ¿cuánta gente morirá en uno y otro bando?

Perdónenme el egoísmo, pero, ¿cuánta gente va a morir de mi bando si me apunto?, ¿a cambio de qué?, ¿cuál es el Plan B?, ¿y el Plan C? ¿Se asume que entrar en guerra, por muy equívoca que sea la definición no es algo que dependa solo del coraje de la defensa de los principios morales? Esto es muy importante: ¿vamos a saltar como adolescentes detrás de cada injusticia en el mundo después de asumir que es lícito que cada país entienda lo que le es justo y lo que no? Y además, ¿lo vamos a hacer como adolescentes cobardes, es decir, enviando a nuestros primos de Zumosol a morir en Damasco?

La pregunta no es: ¿Sería deseable que hubiera una policía mundial, un ejército mundial que vigilara cada aberración en cualquier lugar del mundo sin mirar alianzas estratégicas?, sino, ¿es posible algo siquiera parecido en la realidad o se trata de una nueva exigencia de unicornios?

Yo necesito respuestas a todo esto porque “todo esto” no se soluciona con teoría: no quiero a Al-Asad en Siria, no lo quería hace dos años cuando me manifestaba junto a sus disidentes por Madrid —y la policía acababa cargando-, me repugna la muerte de civiles inocentes con armas que no deberían existir según los tratados internacionales, me preocupa mucho que los países de siempre apoyen a esos regímenes que no entienden de tratados y creo que los actos así no deben quedar impunes.


A la vez, no voy a apoyar con ojos cerrados cualquier tipo de intervención militar, sea la que sea, “a ver si aprenden”. Todos sabemos que Chamberlain actuó tarde y fue un confiado y que Hitler era muy malo. Puede que Al-Asad sea otro Hitler como lo era Sadam Hussein. Un buen tipo desde luego no es. Ni uno ni otro. Ahora bien, ¿qué intervención, por parte de quién, con qué objetivo, bajo qué legalidad, con qué consecuencias? No me hablen de una decisión sin consecuencias porque eso no existe. No existe en la política maquiavélica ni mucho menos existe en el mundo teórico, beatífico de la moral. La moral se basa precisamente en que haya consecuencias. Sin determinarlas, sin explicarlas, pedir adhesiones es buscar rebaños.

Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial dentro de la sección "La zona sucia"