Cuando solo quedan dos minutos y 15 segundos para acabar el partido, Drazen Petrovic
anota el 72-81 para Yugoslavia. El tipo se vuelve loco y empieza a
agitar los brazos con los puños cerrados mientras levanta las rodillas.
Un baile extraño pero demasiado conocido en Madrid, donde los miles de
espectadores que llenan el Palacio de los Deportes, aquel viejo Palacio
con los fondos casi verticales y la pista de ciclismo formando un enorme
anillo, abuchean al jugador de la Cibona de Zagreb, hartos de ver cómo
se ríe de ellos una y otra vez.
Son las semifinales del Mundobasket de 1986 y, como España no está, eliminada tras perder con Brasil en una nueva exhibición de Óscar Schmidt,
el público ha adoptado a la URSS. Primero, ya supondrán, porque juegan
contra Petrovic. Segundo, por esa fascinación que sigue habiendo en los
80 por todo lo que venga de la gran potencia comunista, una fascinación
algo paleta —“Rusia, Rusia, Rusia” gritan las gradas durante todo el
partido, como si Khomicius, Kurtinaitis, Sokk o Valters fueran de Moscú— y sobre todo estética. Tercero, por Arvydas Sabonis,
al que el público de Madrid adora desde que destrozó con un mate uno de
los tableros del Pabellón de la Ciudad Deportiva, convirtiéndolo en un
mosaico de pequeños cristales que no terminaban de caer al suelo,
probablemente asustados.
El
Mundobasket es el segundo gran torneo que organiza España en apenas
cuatro años. Un punto medio entre el Mundial de fútbol y los Juegos
Olímpicos. El país está de moda, algo así como Brasil en nuestros días, y
el PSOE suma mayorías absolutas mientras a la oposición se le pone cara
de Hernández Mancha. Es verano y la gente ha ido al
campo porque intuye que por fin verá perder a Petrovic, algo que no se
repite desde aquella mágica semifinal de Los Ángeles. Tan mágica y tan
inusual que se acabó colando en una canción de Los Nikis.
Pero
no, quedan dos minutos y 15 segundos y los yugoslavos, poco amigos de
regalar sus ventajas, ganan por nueve puntos de diferencia en un enorme
esfuerzo coral de los hermanos Petrovic, el veterano Dalipagic, los rudos Radovanovic y Petranovic y las aportaciones puntuales de Cvjeticanin, Cutura o Radovic. Para el juego interior, dos juniors casi adolescentes: Stojan Vrankovic y Franjo Arapovic. Por parte de la URSS, los que tiran del carro son Tikhonenko y Belostenny. El partido del enorme pívot rubio, que parece sacado de la enésima secuela de Rocky,
es descomunal, supliendo los errores de Sabonis bajo el aro, las
personales de Kurtinaitis, que apenas le dejan jugar, la sobreexcitación
habitual de Khomicius y la sangre de horchata de Aleksandr Volkov.
Con
todo, el problema para la URSS está en el puesto de base: Tiit Sokk, el
estonio, ha estado horrible como suplente, y si ha jugado más de lo
habitual es porque Valdis Valters, elegido por el
entrenador Gomelski para jugar como base titular desde que se consagrara
en el Europeo de 1981, no mete una, no hay manera. Valters es un
organizador de 1,95 al que le gusta tirar triples y correr, pero hoy, no
se sabe por qué, no corre. No hay contraataques, no hay transiciones
rápidas. Valters sube el balón muy lentamente y ordena sin éxito. Ha
tirado siete veces a canasta y ha fallado los siete tiros. Encarna el
prototipo de base alto que todos los equipos buscarán desde la eclosión
de Magic Johnson, pero la sensación que da es que no quiere molestar,
que el talento ajeno le supera. Por supuesto, para el aficionado medio,
Valters es conocido: no solo ganó el Eurobasket mencionado sino que
repitió en 1985 y a sus éxitos hay que sumarle un Mundial, el de 1982,
pero durante el año no se sabe nada de él, no visita España con los
equipos estrella de la URSS ni juega Copas de Europa… y eso le resta
carisma.
Hasta
el momento, su torneo está siendo impecable, como el del resto de sus
compañeros, que se han paseado durante los diez partidos anteriores,
haciendo soñar a todos con la repetición de la final de Cali: un
EEUU-URSS que la política nos negó en los Juegos de 1984 y que no vemos
por tanto desde aquel Mundial de Colombia 82...
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