Uno de mis primeros recuerdos de niño tiene que ver con la final España-Francia de la Eurocopa de 1984. Yo acababa de cumplir 7 años y mi tío me prometió que iríamos a Cibeles si ganábamos el partido. Estaba completamente eufórico y descontrolado. Recuerdo el gol de Platini y los nervios por el empate que no llegaba hasta que Bellone sentenció en una contra a poco de acabar el encuentro.
Recuerdo las lágrimas y las súplicas a Pancho para que fuéramos a Cibeles, que había gente que estaba yendo de todas maneras. Pero no, celebrar una derrota no tenía sentido, y me quedé sin aventura infantil.
Así que ayer tenía que quitarme la espina que llevaba clavada 24 años -los mismos que Hache, la Chica Portada, B...- y decidí salir a ver Madrid en una noche histórica. ¿Para qué sirven los títulos si no es para festejarlos? El resto es estadística.
Esperaba una aglomeración insoportable. Me pasé por Diego de León a saludar a mi amigo Dani y cogí un búho a Cibeles sin demasiada esperanza de que pasara de Goya. Sorprendentemente, pasó. Llegó hasta Retiro sin mayor problema. Por supuesto, en el autobús había el típico grupo de borrachos cantando y gritando sin parar y a nuestro alrededor un buen montón de tipos con banderas, bufandas, camisetas, bocinas... De las ventanas de los coches, casi parados en la calle Alcalá, salían chicos sin camiseta o chicas en bikini, cantando y dando golpes al capó en seña de triunfo y de rabia.
De Retiro bajé a Cibeles. En Sol me esperaba Hache. No sé qué pensaba encontrarme ahí. El problema de ser antimadridista en esta ciudad es que no estoy acostumbrado a celebrar nada. El caso es que había poca gente, muy poca gente. Grupos sueltos que seguían festejando y cantando, pero nada que pudiera pensar en el rollo épico de aglomeraciones y cargas policiales.
Banderas. Muchas banderas. Uno se pregunta dónde se meten tantas banderas el resto del año. Residuo de las manifestaciones anti-ZP de la legislatura pasada, supongo. Nunca me han gustado las banderas, si he de ser sincero. Crecí gritando aquello de "un patriota, un idiota" y con algún matiz, me mantengo en esa línea. Por ejemplo, me chocó un grito muy repetido: "Yo soy español, español, español...". Lo tomé como un cántico facha, probablemente Ultrasur, madrileño. Decir que eres español en Madrid no es decir mucho.
Hoy lo he conseguido entender. Parece que el cántico surgió en Austria, entre la gente que ha ido a ver los partidos. Ser español era un orgullo. Ser español quería decir que tu equipo jugaba bien al fútbol y era una referencia. Por una vez -y además en la Centroeuropa de la inmigración y el prejuicio- no había que ocultar que eras español sino que podías gritarlo bien alto. Fíjense, a mí eso me emociona. Supongo que es por ser español. Si no, me daría igual. Los españoles hemos tenido siempre tan mala imagen de nosotros mismos, que la idea de que de repente podamos estar orgullosos de algo me parece algo bonito.
Sí, yo soy español, también. Lo importante es tener claro que además soy muchas otras cosas.
El otro gran grito de la noche fue "Mañana, al curro, le van a dar por culo". Era domingo y los lunes son duros en todos lados. En un país campeón de Europa también. Hache y Javi me esperan en el Malaespina y subimos a la Plaza de Santa Ana. Las terrazas se cierran a nuestro paso. Algún alemán borracho busca bronca y afortunadamente no la encuentra. Los niños inmigrantes pasean orgullosos con las camisetas de su nuevo país.
No sé quién fue el que escribió una vez que, cansada de matarse unos a otros, los europeos habían decidido disputarse el orgullo y el poder a base de partidos de fútbol. No sé si eso tiene mucho rigor histórico. No sé si el fútbol se merece tanta consideración. Lo que está claro es que, por unos días al menos, este país, sea eso lo que sea, será diferente.