sábado, noviembre 06, 2010

Miss America sits in the shower


En Santander cantaba "Miss America" igual que en Madrid cantaba "Showgirl". Mi idea decadente de que el futuro que me esperaba era casarme con una top model y aguantar paciente todos sus caprichos, sus discusiones y sus sobredosis de champán y cocaína. Santander siempre ha sido un lugar melancólico, hasta donde yo recuerdo. Un lugar donde iba los veranos a estudiar matemáticas quince días o un mes entero. ¿Saben lo que supone robarle un mes entero de verano a un chico de 17 años? El horror, ah, el horror.

Pero, bueno, ellas se iban a Fuengirola, así que Madrid tampoco era una gran solución.

No sé si quiero hablar de Blur o de Santander o de las chicas que me recordaban a top models, con su cazadora de ante y su pelo en la cara, retadoras, con el mar de Cabo Sunion justo detrás. Una belleza de acantilados. Here is here and I am here, where are you? Los paseos por el paseo marítimo de El Sardinero al Ayuntamiento tenían mil nombres distintos: eran una excusa sin más para la memoria, igual que los viajes en autobús podían ser un recuento de las últimas diez veces que había visto a A. mientras escuchaba a dEUS a toda pastilla.

Amamos las ciudades que nos odian igual que solemos amar a las chicas que nos desprecian. Al menos, yo lo hago, y por lo que he visto por el mundo no soy el único. Tengo la certeza de que Santander me guarda rencor por algo y aún no sé por qué. Yo, mientras, sigo enamorado de sus cuestas y su equipo de fútbol, que, desde luego, tiene mérito. Me gustaría quedarme con las primeras noches de canciones setenteras y bares que echan el cierre, una especie de previo malasañero en la Plaza de Cañadío. Cuando Cañadío era Cañadío. Eso o los cocidos montañeses en algún bar perdido de Miengo o Mogro.

Las cosas entre nosotros últimamente no han ido demasiado bien. Digamos que para ser una ciudad con un solo hospital, ese hospital se ha cebado especialmente con mi familia. Y ahí estaba yo, camino de Cuatro Caminos, dejando atrás la calle Burgos, la calle Vargas. Vi el mar en Isla pero no lo vi en El Sardinero. Otro momento nostálgico: todos estaban en la playa, estupendos, en sus 25 años, bikinis y bañadores ajustados, y yo me fui a tomar un Magnum a los Jardines del Piquío y hablar con T. sobre su abuelo. Por alguna razón, necesitaba hablar con T. Lo normal sería que por alguna razón yo necesitara divertirme y ver a chicas en top-less, pero no. Me puse ahí arriba, con mi helado, a punto de llorar y hablando por el móvil mientras veía una vida que no podía ser la mía.

Santander es una colección de pesadillas y sueños incumplidos. Casinos y hoteles decadentes. Una ciudad de principios del siglo XX. Muerte en Venecia. Jardines del Piquío. Pedro Munitis. Una ciudad pija, decía mi hermano, pero él no conocía ni los hospitales ni las cuestas arriba ni los bares con pinball. Billares y ping-pongs.

Me sentía cómodo donde las top models se hubieran sentido terriblemente violentas. De ahí el desencuentro, supongo.