Debo de ser de los pocos a los que le gustó
la entrevista de Juan José Millás a Felipe González. Me gustó el personaje de Felipe González, quiero decir. Por supuesto, me cansa su defensa constante del delito ya juzgado y rejuzgado y documentado de sus lugartenientes y me puede llegar a irritar su doble moral de "yo no sabía nada" y a la vez "tomé decisiones para que la cosa no fuera a más", que obviamente es una excusatio non petita como una casa.
Pero eso ya se lo explicará Cospedal mejor que nadie, déjenme que yo vaya a lo mío.
En la entrevista, Felipe González me pareció un hombre inteligente. Maquiavélico, en ocasiones, sin duda, y con ese punto que tienes al leer de que no te están contando del todo la verdad. Pero inteligente. No es nada fácil encontrar inteligencia en la vida política actual. Ahora, si quieres ganar unas elecciones tienes que ir a "La Noria", así están las cosas. Son todo eslogans y marketings y demagogia y futbolerismo barato. Estamos creando una sociedad de hooligans y todos se han dado cuenta desde hace tiempo y jalean con el megáfono.
González es un hombre práctico, además. Llámenme lo que quieran, pero a mí la gente práctica me gusta. Me mete en problemas, pero me ahorra muchísimos más. Es gente que, por lo general, sabe lo que hace y no solo lo que quiere hacer. Insisto: las políticas actuales son poco más que ejercicios de voluntad amparados por el buenismo. Otro mundo es posible. Discursos maniqueos de catástrofes contra salvadores. España se rompe. El fascismo ha vuelto.
Me gusta que González se mueva en los términos medios aunque sea a costa del cinismo y de citar a Kissinger como autoridad. Él mismo lo dice: se hizo socialista por defecto, no le quedaban más opciones. El parecido entre González y Mitterrand es bastante evidente, incluso la admiración: ningún hombre de izquierdas apelaría a Kissinger como ejemplo de nada, pero Felipe está más allá de las convenciones y qué quieren que les diga, hace bien.
Hubo un punto que me llegó a tocar personalmente: cuando habla de sus hijos, especialmente de su hija María, a la que venera. María González tiene ahora tres hijos y trabaja con su padre. Cuando yo la conocí, apenas tenía 18 años -uno menos que yo- y estudiaba recuperación de matemáticas en una academia o algo así, tampoco me hagan mucho caso. Teníamos amigos comunes, en cualquier caso, y su padre justo acababa de dejar La Moncloa después de 14 años. Ella pretendía ser una chica normal, eso es todo lo que quería ser y lo conseguía sin aparente dificultad. Todo lo que recuerdo de ella es que era una chica encantadora.
En la entrevista, Felipe cuenta el momento en el que María, al empezar la Universidad, le dice: "Papá, ni un coche oficial ni una escolta más, quiero ser completamente libre y anónima". Después, matiza que eso no era tan fácil porque estaba matriculada en la Carlos III y el rector era Péces-Barba, íntimo amigo familiar, que se ocupó de que su normalidad no fuera tanta. Estamos hablando del verano en que la conocí. Nosotros hacíamos como si nada, pero sabíamos que los escoltas la dejaban a la puerta de donde fuéramos y que ella tenía que informar de a qué sitios iba y con quién iba. No era casualidad que casi siempre que salíamos por Malasaña acabáramos en el ya desaparecido Baroja. Era territorio seguro.
Oyendo a María en voz de Felipe recuerdo lo jodido que tuvo que ser aquella adolescencia de "hija de". No sólo "hija de" sino además "hija de con escoltas". Justo lo que necesitas cuando tienes 18 años y quieres desaparecer continuamente. Coches con lunas tintadas y gente que cada cierto tiempo se acerca para mirar. Yo podría vender el rollo de que no era fácil para nosotros, al estilo País Vasco, pero sería mentira: a nosotros nos daba igual, nadie nos esperaba a la salida. Para ella sí que era una de esas putadas que te pueden destrozar la vida. Afortunadamente, no se dejó. El sentido práctico, a lo que se ve, también se hereda. Y me alegro.