sábado, noviembre 27, 2010

Allí donde solíamos gritar


Me enamoré de ella porque se sabía los diálogos. No quiero decir que se los supiera de memoria sino que los improvisaba a la perfección. Cada cosa que decía era exactamente lo que convenía en ese momento aunque no coincidiera con lo que yo necesitaba oír. Con las personas me pasa como con las películas, si sé lo que van a decir después, me aburren.


Diría que siempre ha sido así, pero sería mentira. Uno no va por la vida buscando cosas sino encontrándoselas. A veces, las chicas mostraban una torpeza formidable a la hora de elegir las palabras adecuadas en el contexto adecuado –es decir, hacer literatura- y a veces era yo el torpe impostado tratando de impresionar no se sabe muy bien a quién ni por qué. Eso también tiene un punto enternecedor, si lo piensan.

Así que en esas estamos: ternura y espectáculo. A mí en el amor siempre se me ha criticado la falta de gol. El primero en criticármelo he sido yo. Si odio el mamoneo y lo he dicho aquí mil veces es, entre otras cosas, porque parece que el mamoneo solo tiene el objetivo de impresionar a la chica. Un concierto o una presentación se pueden convertir en un rito de apareamiento de la manera más burda. No es que yo tenga nada en contra de los ritos de apareamiento, mucho menos del apareamiento en sí, hasta ahí podíamos llegar.
Pero admiro la sutileza del guionista, eso lo reconozco.

No es que prefiera perder a jugar mal, es que no tengo ni idea de cuándo voy a ganar o perder –y tú tampoco lo sabes, te lo recuerdo- así que ante la duda, prefiero al menos jugar bonito y eso que me llevo: cuando era adolescente me refería a mí mismo como el “Julio Salinas del amor”, por su mezcla de entusiasmo y torpeza.

En fin, que me enamoré de ella porque no me exigía nada. Ella lo hacía todo de una manera completamente natural, sin ningún esfuerzo. Detecto el esfuerzo a la primera y me echa para atrás. Igual que utilizo siempre la palabra “chica” y nunca la palabra “mujer” por una especie de pánico escénico, reconozco que no tengo ningún interés en abrumar a nadie con mi palabrería. Cuando abrumo a alguien con mi palabrería –algunos lo llaman “seducir”- inmediatamente me preocupo: aquí pasa algo raro.

No sé quién decía que preguntar si era mejor dejar o que te dejen era como preguntar si es mejor atropellar o que te atropellen. Yo busco una chica que sepa lo que tiene que hacer, me arregla muchos problemas. Y lo que tiene que hacer es, exactamente, ser más lista que yo. Siempre he soñado con ser el tonto y dejarme llevar y caer en una especie de rapto absoluto que te destroce la vida si es preciso. Ser tonto, créanme, me habría ahorrado un montón de disgustos y con ser “listo” obviamente no me refiero a haber leído muchos libros de Marcuse sino a saber sonreír cuando es preciso.

Ser listo, en definitiva y en determinados contextos, es también una cuestión de estética. Que todo sea fácil y bonito y ya, decía una chica que se sabía tan bien los diálogos que asustaba. Estoy de acuerdo. Oliverio Girondo le perdonaba muchas cosas a una mujer -la lista es extensísima- pero no le perdonaba, y en esto era irreductible, que no supiera volar.  Yo prefiero decir que sólo busco una chica que pierda la vergüenza y grite “creo que voy a empezar a romperme”. Y quien quiera resultados que se fiche a Capello.
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