Anagrama reedita "Una novelita lumpen", la "infidelidad" de Roberto Bolaño a Jorge Herralde justo antes de morir, mientras le preparaba "2666" y acabo de darme cuenta de que en una sola línea ya he incluido tres entrecomillados.
El caso es que Anagrama reedita la novela, publicada en 2002 en Mondadori, lo último que el genial escritor chileno editó en vida, y uno se queda un poco frío, como a veces sucede con Bolaño, porque Bolaño es genial pero no es precisamente consistente, si es que se puede ser consistentemente genial, que lo dudo.
Por supuesto, está la facilidad de la que hablábamos con Fresán. La capacidad para coger tres o cuatro personajes con problemas emocionales y monetarios -nadie ha reflejado la decadencia como Bolaño, esa decadencia estética y vital, ese dejarse llevar por la rutina de los barrios bajos, todos los personajes convertidos en derivados del mágico Belano-y completar una historia que poder publicar y no sentirse avergonzado.
Se entiende que "Una novelita lumpen" debió de ser un ejercicio rápido de estilo mientras reservaba todo su talento para el descomunal propósito de "2666". Al menos, eso parece. Falta entusiasmo y se arma solo a base de oficio. Por supuesto, eso no es poco cuando hay un gran escritor detrás, pero se nota una pizca de desgana, una pizca de compromiso editorial, y eso, inevitablemente, se transmite al lector.
Uno pasa por encima del libro sin hacer mucho ruido y sin que le llegue a marcar demasiado. Pocas páginas, un buen rato, misión cumplida. "Novelita", dijo el autor, y "novelita" responde el lector obediente.
Con todo, queda ese monólogo constante, esa primera persona arrolladora de peluquera italiana metida en una situación en apariencia imposible. Queda el guiño a la decadencia pop, ese Maciste ciego en su mansión, con sus músculos ya fofos. Queda la rutina de la televisión encendida y los concursos y los crucigramas y levantar las mangas por si debajo hay pinchazos de heroína.
En resumen, queda la tristeza.
A mí me encanta Bolaño cuando no pretende ser triste, porque es de una vitalidad contagiosa. Pero es tan bueno siendo triste que sería injusto echárselo en cara. Ser triste y encima que te lo echen en cara, eso ya es la pera.