Yo no diría tanto como que el personaje de Ramiro Gisbert en la última obra de Juana Escribas y la compañía de teatro Sonámbulo es un imbécil. Al menos, desde luego, no lo presentaría así y esperaría al final para sacar consecuencias. Ramiro Gisbert es un periodista de investigación venido a menos y atrapado en las garras de la telebasura como redactor impertinente que persigue accidentes en busca de cadáveres frescos.
Es un tipo con importantes carencias afectivas y una obsesión por las apariencias realmente enfermiza: todo lo que hace tiene un punto de culpa. Todo, le gustaría cambiarlo.
Ahí entra su programa de televisión y entra su pareja, Noelia, desplazada por los problemas profesionales de su novio y por el empeño de éste en ocultarla a ojos de todos los conocidos, como si no estuviera a la altura. ¿A la altura de qué? Ramiro, en definitiva, es un hombre desquiciado y en plena decadencia, un reflejo de la decadencia social, si se quiere, o incluso de la decadencia del espectáculo y de la prensa.
Pero, ¿un imbécil? No parece.
La obra se divide en tres partes, o así se presenta al espectador: el principio está lleno de cortes casi cinematográficos. Si el cine de Woody Allen parece en demasiadas ocasiones una obra de teatro, "Historia de un imbécil" parece en sus primeros momentos una película: escenas cortas de introducción de personajes con la consiguiente falta de ritmo.
Eso no es demasiado importante porque los actores están soberbios. Tanto Jorge Corrales como Irene Serrano. La obra se apoya solamente en ellos, en su capacidad de cambiar de registro facial, vocal y vital en apenas segundos, y por eso engancha. Engancha lo suficiente hasta llegar a la segunda parte, el plato fuerte de la obra, donde se explican los entresijos de la telerrealidad y hasta qué punto eso puede enloquecer a cualquiera, con esas oleadas de adoración y rechazo que tienen todos los locos.
La puesta en escena es fantástica, con cambios de situación inmediatos sin necesidad de cambiar decorado. Los dos actores van interpretando distintos personajes en un verdadero prodigio de esquizofrenia sin impostar, sin sobreactuar, sin intentar demostrar nada a nadie. Con una naturalidad pasmosa. De esta parte podría sin ningún problema salir una gran obra o incluso la trama para una película, la pena es que el final deja demasiadas dudas.
Y es que el final parece un tanto extremo. Sin entrar en detalles, diremos que resulta excesivo en demasiados puntos. No diría que es un disparate igual que no diría que Ramiro es un imbécil, pero se le acerca. Tampoco me parece demasiado grave: buenos actores, buenos personajes, buena puesta en escena, atrevimientos puntuales que siempre se agradecen, una buena historia bien contada durante hora y quince minutos no pueden ser ensombrecidos por diez minutos de frenesí irregular. Como si fuera tan fácil acabar una historia. Como si yo supiera.
El trabajo de Juana, Irene y Jorge, como el del resto del equipo técnico, es de altura y supera con mucho la mayoría de las cosas que se pueden ver en el circuito de teatro alternativo madrileño. ¿Es perfecta? No. ¿Se aburre el espectador? No fue mi caso en ningún momento. ¿Aprendemos algo nuevo? Recordamos, más bien. A mí no me gusta que me enseñen cosas sino que me las recuerden. En eso tengo algo de mayéutico, lo siento.
Hasta el 1 de noviembre en el Teatro Lagrada de Madrid.