Una vez al año, los madrileños podemos disfrutar del sentimiento sublime del peligro distante. Podemos sentir la emoción de los cazas sobrevolando nuestras casas, el temblor de las paredes, el trueno con el que se acercan y ese leve silbido con el que se van. Imaginar refugios y sótanos y estaciones de metro y hambre. La guerra. Una vez al año, la guerra vuelve a Madrid por si la echábamos de menos y nos hace sentirnos cobardes y valientes a la vez. Especiales.
El problema es cuando los madrileños no queremos sentirnos especiales. De entrada, la mayoría de los madrileños ni siquiera son madrileños, lo cual explica en parte que este tipo de celebraciones de "no sé muy bien dónde hacerlo" se acaben celebrando aquí. La gente va y silba al Presidente del Gobierno y los demás intentan dormir y no pueden.
En la tele, aparece gente que no sonríe nunca. Gente cuyo trabajo, al menos hoy, es no sonreír. Se está jugando el destino de la Patria, eso no es motivo de chiste alguno.
Yo me quedo con la sensación de lo sublime en un piso interior sin casi iluminación ni ventanas, donde el bombardeo parece una posibilidad real, incluso deseable. Ver qué pasaría. Un cambio. Algo. Mi primer desfile de las fuerzas armadas fue en Grecia. El primero que recuerdo con nitidez. A las diez de la mañana nos despertaron los aviones y yo me levanté sobresaltado pensando que Turquía invadía el país.
Todo lo contrario: celebraban que Turquía ya les había dejado un poco en paz.
Silvia también se despertó y se vino a mi cama. "¿Por qué te has ido?", preguntó, y yo le explique que tenía sueño y que no podía dormir abrazado a nadie. Podía dormir y podía abrazar a alguien, claro, pero las dos cosas a la vez me resultaban imposible y por mucho que miráramos por la ventana del Hotel Oscar, la gente de Atenas parecía calmada, como si no hubiera ninguna amenaza latente.
Como si no entendieran de realismo mágico, precisamente ellos, que lo inventaron.