viernes, agosto 04, 2006

Los pastores del odio

Un hijo tiene problemas con su padre y va a contarlos a un programa de televisión. No sabe dónde está y teme, directamente, que haya muerto. Lo dice con esas palabras y un aire circunspecto pero en el que no se vislumbra ninguna culpa. Los periodistas, primero, no le creen. Luego pasan a culparle: "si es verdad, ¿por qué no le ayudas?". El hijo se defiende como puede, pero parece ausente.

Azuzado por los gritos de la directora del programa que se repiten en el pinganillo, uno de los periodistas le viene a acusar de querer matar a su padre: "Le han prohibido ver este programa para no oírte porque eso podría ser el punto final. ¿Esa es tu manera de apoyarle?, ¿te das cuenta de lo que haces?"

El hijo ni siente ni padece. Se limita a apelar a su infancia y llama a su padre drogadicto, alcohólico y maltratador en poco más de cinco minutos. Dice sentirse tranquilo. Parece tranquilo, de hecho. En una de las pausas publicitarias, mientras los periodistas hablan por el móvil, él sale fuera del estudio a encenderse un cigarro.

Cuando vuelven, siguen los ataques pero por otros flancos. Él no responde a ninguno de ellos. La productora escribe en pantallas mensajes que nadie ha mandado pero que sirven para que otros se decidan a contestarlos. La directora está más tranquila. La entrevista se acaba y todos sonríen porque han hecho un buen trabajo mientras se van quitando los auriculares de la oreja y una maquilladora les quita el sudor con cuidado.

El hijo que sufre porque su padre es un alcohólico, un drogadicto, un maltratador e incluso es probable que en cualquier momento aparezca muerto recibe la promesa de que recibirá el ingreso en su cuenta en un par de días -el mes de agosto es terrible- y piensa inmediatamente en qué se lo va a gastar.

La presentadora, inexistente a ratos, histriónica la mayoría de las veces, duerme intranquila, pensando en si la audiencia habrá respondido o no, cuándo le informarán de ello y si servirá para, de una vez, conseguir afianzarse en la programación.

En algún lado, un espectador despistado sigue enviando mensajes a 1,03 euros el SMS, emocionado porque ya tiene a alguien más a quien odiar.

Enhorabuena. De eso se trata.