domingo, abril 19, 2020

The smell of puke and piss


Una de las putadas de envejecer es que el recuerdo que dejas no siempre es el más amable. Por ejemplo, yo, que viví treinta años aproximadamente en casa de mi abuela, me he quedado para siempre con su imagen de los últimos meses, los de residencia Caser, los del deterioro físico y el mental, los cada vez más torpes paseos por el pasillo y al final la silla de ruedas. Me he quedado con su cara en medio de un grupo de ancianos que asiste a un concierto, todos en silencio, todos ausentes. Sus ojos encontrándome al fondo del salón y su sonrisa. La sonrisa de quien descubre a su nieto, de quien descubre en cierto modo el futuro.

Una de las putadas de que los demás envejezcan es que te acabas sintiendo culpable. Por ejemplo, de no haber provocado más sonrisas. No haber estado ahí más tiempo. Pero es normal, te dices, es normal. Tú tenías treinta años -ni siquiera-, tú intentabas construir ahí fuera una vida en muchos sentidos, tú tenías algo que quizá no fueran responsabilidades pero era vitalidad, tú escribías libros que quedaban en la estantería de su habitación y acumulabas vivencias e incluso encontraste un trabajo con el que ir pagando los excesos.

Y al fin y al cabo, tú estuviste ahí, no puedes decir que no. Porque si no hubieras estado ahí, no recordarías aún el olor constante a lejía y desinfectante, ni a la señora de pelo rubio, siempre engalanada, que se quedó con la habitación de al lado, ni los gestos perdidos de las manos, ni la búsqueda de la niña que no existía, ni te hubieras aprendido los paneles de "La ruleta de la fortuna" por las mañanas ni las peripecias de "Yo soy Bea" por las tardes. No sabrías quién era Belén, la directora, ni temblarías al recordar las caras desencajadas de los enfermos de la tercera planta. ¿Acaso no fuiste tú el que le llevaste el disco de Jorge Drexler?, ¿acaso no le colocabas los cascos de su pequeña radio?

Con lo que sí, estuviste, pero ahora no te parece suficiente porque basta la distancia para que cualquier cosa se vuelva diminuta. Es normal. Esto también pasará. Incluso escribiste varios capítulos de un libro sobre una chica que trabajaba de cuidadora y no sabía qué hacer. No le gustó a nadie pero tú tenías que escribirlo igual. Lo que a ti te gustaría es recordar lo anterior, simplemente, pero eso no siempre es posible. Recordar la infancia y la adolescencia y cómo se partía de risa viendo "El semáforo" o "La parodia nacional" o "La casa de los líos" o cómo miraba a Hache con cierta desconfianza cuando Hache pasaba por casa. Una vez, al menos. Después de ver una preciosa furgoneta naranja de la que se había enamorado.

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De entre la inmensa cloaca que es Twitter, sale de vez en cuando algo parecido a la compañía. Las pequeñas charlas con desconocidos que hacen amenas las tardes frente al ordenador organizando clases y ordenando videoconferencias. La gente perdida, como tú. Los que preguntan porque necesitan una respuesta, sea un poco la que sea, e intuyan que tú se la vas a dar, que tú te mueres por dar respuestas aunque no las tengas. Aunque no las des, de hecho, porque el traje de gurú te queda largo, porque te has convertido en algo así como el enano que susurra a Zaratustra: "¿Tú sabes eso? Eso no lo sabe nadie".

El chico que quiere saber si su hermano debe cancelar su boda. El que pregunta si debe despedir a la interna que vive con él y sus hijos en casa. Yo solo sé que no sé nada pero que, por lo que sea, lo parece. Yo antes era el que preguntaba pero me di cuenta de que las respuestas no tenían sentido. Mejor esperar y ver. Mejor aparcar la urgencia y darse cuenta de que cinco semanas no son tanto, que si un problema ha tardado cien años en presentarse, no se le puede despedir en lo que duran unas vacaciones de verano.

Y así pasa el tiempo. Con la extraña sensación de que te están escuchando. Con la enorme responsabilidad de que te estén escuchando. Y, por supuesto, tú piensas que no es para tanto porque tú eres así (aunque a veces... a veces sí te lo crees, sí, un rato, porque está bien un rato pero luego ya no) y, bueno, lees otro artículo, buscas otra mediación, despistas un poco al hambre y al sueño, ves el trailer de un documental sobre los Bulls de Jordan y te echas a llorar, olvidas tus medicaciones y cuentas el dinero: hasta noviembre, si no encuentro trabajo, hasta diciembre, quizá. Hasta enero, si todo sigue siendo pasta y huevos con patatas.

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Una de las cosas que mejor funciona en "Lectura fácil" es el sexo. Yo creo que no tengo ni una sola escena de sexo en toda mi literatura, que empieza a ser amplia. No sé cómo hacerlo. González Pons, tampoco. Pero Cristina Morales, sí. Cristina Morales te impone tanto su universo, te deja tan claro los límites desde el principio, que estás dispuesto a aceptar cualquier cosa que suceda. Y si es comerse un coño o una polla es comerse una polla o un coño. Todo ocurre por la razón del personaje y punto.

Ahora bien, si eso ya tiene mérito, hacer metaliteratura erótica -una escena dentro de otra escena, una felación dentro de un cunilingus- es directamente asombroso. No sé, he tardado más de un mes en acabar el libro, pero ha merecido la pena. Me gusta mucho de una escritora que me diga "oye, este es mi libro, y estos son mis personajes y estas son mis reglas". Que no intente complacerme. Que no tontee conmigo ni se haga la seductora. Que imponga. Quizá todo libro deba ser eso: una imposición. Yo creo que "Limbo" es una imposición, aunque sea de otro nivel. Un libro debe atreverse a bloquear a cualquier seguidor antes de que su autor siga calculando las consecuencias.

Debe decirle al lector que se calle y escuche. Que no es su momento. No aún, por lo menos. Echarlo a patadas, si hace falta, y a la vez insinuarle que, si se queda, nada volverá a ser igual.