miércoles, junio 17, 2020

Días extraños


El Niño Bonito se repite a sí mismo todo el rato que es su cumpleaños. Su cumpleaños. Suyo. Se lo tiene que repetir porque, por mucho que nos empeñemos los de alrededor, no deja de ser un día como cualquier otro de confinamiento: las mismas cinco caras, el mismo hermano pequeño que requiere la misma atención. No hay corona de rey, no hay amigos del colegio corriendo por el pasillo, no hay primos mezclados, no hay una Cuchufleta que se vista de pirata y les obligue a bailar el "Baby Shark".

Lo más que le hemos podido ofrecer es comida, mucha comida y muy guarra, un par de juegos de mesa y nuestra presencia. A veces me parece poco. Con mi hijo todo me va a parecer poco siempre, supongo. Aparte de eso, le prometemos que va a poder quedarse hasta las doce a ver un partido de fútbol entre dos equipos por los que no tiene ninguna simpatía y que además termina 0-4. "No están mis amigos, pero al final ha sido un día bastante guay", dice, como si él mismo llevara tiempo con dudas. Es su cumpleaños, insisto. El gran día del año. Los familiares llaman y él tira de una piñata llena de chucherías. Se le cambia la cara. Se nos cambia a todos.

El Niño Bonito no es fácil. Es bonito pero no es fácil. Es precioso, de hecho, con su pelo rizado y rubio, larguísimo, como un Toby sin alas. Las horquillas que se le caen cada tres por cuatro y la Chica Diploma que, paciente, se las coloca de nuevo. Quiere jugar a todo. Todo el rato. Hay demasiada energía en un cuerpo demasiado pequeño, en unos límites demasiado cerrados. El Niño Bonito quiere y de alguna manera sabe que no debe y en esa tensión estallan las rabietas. Puede echarse a llorar cinco veces al día, con lo que uno no sabe si darle un abrazo o mandarle paroxetina. Alguien lo hará en el futuro.

De momento, pues eso, que es su cumpleaños, que Messi marca el 0-4 en el 93 y él ya dice "Yo creo que el Mallorca ya no gana" mientras se va quedando dormido en el sofá después de unas cuantas horas ya de simulacro. Incluso tumbado, no se calla. Nunca se calla, como si al callarse decepcionara a alguien. Quizá sea, aquí también, el exceso de energía. Nosotros escuchamos, claro, porque le queremos, y jugamos con él al parchís, a las damas, al chinchón, al Ahora Caigo, al Hundir la Flota y nos acostumbramos a perder todo el rato sin siquiera forzarlo. Un enorme globo plateado con forma de seis preside el salón y el Rey Sol amenaza con comérselo. El Rey Sol también escucha. A veces me da la sensación de que a sus cinco meses sabe que tiene que hacerlo si quiere cuidar de su hermano. Como si hubiera nacido para eso y no pareciera importarle. El resto, por otro lado, parece darle bastante igual.

*

Lo que pasa es que yo sí me acuerdo, claro. Yo me acuerdo de todo. Me acuerdo de Madrid en tinieblas, la lluvia sobre calles vacías, cierta sensación de bochorno ya en abril, las banderas en los balcones y aun así el aplauso sin que hubiera contradicción en ello. Me acuerdo del Día cerrado a las siete de la tarde y del Día abierto a las cuatro, las distancias, las mascarillas, los guantes y el gel, las miradas al suelo de los que hacíamos cola. Uno sale, uno entra. Uno sale, uno entra. Me acuerdo del coche de policía dando vueltas a la manzana y del 72 vacío a toda velocidad por Clara del Rey, como si supiera que ahí no pintaba nada .

Me acuerdo del ruido de las sirenas. Las clases online. Me acuerdo de las clases online y de la necesidad de sonreír y bromear y hacer seguir el espectáculo cuando todo estaba roto. Las conferencias de prensa. Los números. Seiscientos muertos, setecientos muertos, ochocientos muertos. Me acuerdo de los mensajes directos por Twitter de médicos con miedo. El edificio mudo, ni un solo ruido más allá de la tos y la música de la vecina. No tanto el horror sino la tristeza. Una tristeza de dos meses que no me creo que no vaya a tener efectos.

Me acuerdo de los parques vacíos como si Madrid fuera Chernobyl. Las manos temblorosas de las cajeras. La distancia. Los ataques de ansiedad de madrugada, mientras veía un Real Madrid-Snaidero Caserta de 1989. El ahogo. Las diarreas. La opresión en el pecho que no se iba nunca hasta que se fue, como todo. Los nombres que borraban el paisaje adolescente cada día: Lucía Bosé, Radomir Antic, José María Calleja, Lorenzo Sanz, Michael Robinson, Pau Donés, Rosa María Sardá... Acostumbrarse a la nueva normalidad es, ni más ni menos, acostumbrarse a la muerte y confiar en que sea siempre ajena, como decía Borges.