miércoles, abril 01, 2020

La virgen de agosto


Creo que el objetivo de Jonás Trueba era que todos nos enamoráramos de Itsaso Arana -que todos entendiéramos su amor por Itsaso Arana- y quizá el de Itsaso Arana fuera que todos nos enamoráramos un poco de Madrid, no ya de Madrid en términos estéticos sino puramente sentimentales. Esto es, que nos reencontráramos con lo mejor de nosotros mismos recordándonos en esas terrazas, en esos parques, en esas verbenas. En cualquier caso, ambos lo han conseguido. También hay que reconocer que no era difícil.

"La virgen de agosto", con ese punto veraniego, luminoso, juvenil y su aire natural en unos diálogos que rozan intencionadamente la pedantería sin importarles, no puede sino recordarme a Eric Rohmer. Incluso los chicos que se cruzan en el camino de Eva, con sus pelos al viento y su aire atormentado, podrían haber protagonizado "Cuento de verano" o cualquiera de las "Rendez-vous de París" que tanto marcaron mi adolescencia. Es una película agradable, soberbiamente interpretada y dirigida... porque esa naturalidad ante la cámara no es fácil de pedir ni de dar. De hecho, en la naturalidad es donde buena parte de los actores españoles fracasan.

Hay un equilibrio tenso en toda la película. Cuando Arana, con sus sonrisas, con su actitud siempre positiva ante la vida, con su capacidad para solucionar problemas, empieza a parecerse a Amélie Poulain, el guion sabe poner el freno y pararla: "Qué haces tú aquí dándonos lecciones a todos", viene a decirle, buen rollito, uno de sus interlocutores. Por lo demás, no sé si la película tiene mucho interés para quien no sea madrileño porque las claves son demasiado internas. Desde luego, todo el mundo puede reconocer y valorar el Palacio Real o el Templo de Debod, pero el 90% de la película es una broma privada en el que el público tiene que ser cómplice para entender el contexto y su importancia.

¿Y saben qué? Que está bien que sea así y no se explique nada. Y que pasé un rato muy agradable. Y que no es nada fácil en estos momentos.

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Por ejemplo, yo, si veo el templo de Debod me acuerdo de aquella actriz con la que paseaba por los lugares más tópicos allá por 2006, cuando ella tenía 22 años y yo 29 y todos mis intentos de seducción estaban llamados al fracaso pero aun así ahí seguíamos los dos, disfrutando de un juego que sabíamos condenado sin importarnos en exceso. A. y G. reflejados en A. y G., entrando en exposiciones, fantaseando con coger el funicular de la Casa de Campo, esperando autobuses nocturnos en un banco junto a la farmacia 24 horas de Cea Bermúdez.

Por ejemplo, yo, si veo la agitación de las noches de verano cerca del viaducto, si intuyo las escaleras que suben y bajan al café del Nuncio, si imagino el Contraclub con sus luces rojas, me acuerdo de aquella estudiante de periodismo a la que no le gustaba Love of Lesbian y con la que paseaba de la mano de madrugada, camino de su casa por si se perdía, mientras un grupo de alegres borrachines que encajarían perfectamente en la película nos gritaban "que se besen, que se besen" y nosotros nos mirábamos sin saber muy bien qué hacer porque obviamente queríamos besarnos pero a la vez estábamos abrumados por las consecuencias así que creo que sí, que nos dimos un pico, pero también puede que no y que eso fuera más tarde, pero en cualquier caso fue bonito. Bonito el paseo, bonita la hinchada, bonito Madrid. Grandes los lectores.

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Luego, claro, el contraste. La nieve del 30 de marzo, la lluvia del 31, siempre tras la ventana, por supuesto. El supermercado con las puertas cerradas para que vayamos pasando de uno en uno, para que en una extensión enorme no coincidamos más de diez personas, todos con nuestros guantes, la mayoría con sus mascarillas. Una cajera y un reponedor. La calle Clara del Rey ahora ya sí, por fin, totalmente vacía, con el 72 pasando regularmente, cada quince minutos, sin pasajeros, solo cumpliendo un trámite, y los coches de policía patrullando en círculos.

Esa es mi ciudad y esa es mi vida en comparación con la ciudad y la vida a la que remite Trueba. Hay momentos en los que siento que la angustia va a poder conmigo, en los que noto opresión por todo el cuerpo, dolores difusos, taquicardias, ganas de llorar, una soledad inmensa, mareos y vértigos. Miedo, en resumen, un miedo horrible al presente y un miedo horrible al futuro que es mejor ni mencionar. Documentales de deportes y series de narcotraficantes. Ansiolíticos a mansalva. Un desasosiego no ya de guerra, sino de preguerra. De ahí que hable de angustia y no de ansiedad, eso lo definió Barthelme mejor que nadie.

Las noches alargándose a las dos y media o las tres de la madrugada. Los despertares continuos. En la mesilla, un vaso de agua con un antibiótico y un Alprazolam. Me cuesta respirar pero respiro. Me cuesta comer pero como. Me cuesta estar aquí, concentrado frente al ordenador, pero estoy. Así ha sido mi vida en los últimos veinte años y así seguirá siendo. ¿Por qué no me acostumbro? Porque en eso consiste la enfermedad: en no saber acostumbrarse. No saber hacer caso a Larry David, sentarse en el sofá y hacer lo mínimo. Me pagarían igual, ¿no? Pero no, no puedo. Y en el pecado llevo la penitencia.