miércoles, septiembre 09, 2020

Los juegos del hambre


Pensé en dejar la Escuela Oficial de Idiomas porque yo no soy un héroe. Ni siquiera estoy seguro de hasta qué punto soy un profesor, pero eso lo dejamos para otro día. No soy un héroe y no quería que me exigieran como tal pero no hubo suerte. Tampoco alternativas, no nos engañemos. Igual hay alguien en algún lado diciendo: "Deberíamos impedir que hubiera 1.000 ingresos diarios en hospitales, deberíamos evitar que septiembre se lleve por delante a 2.000 personas" pero tampoco tiene alternativas y también le sale caro.

Trabajo en un centro donde cuando te toman la temperatura siempre da 35,5. Trabajo en un centro donde todo el mundo está desbordado, no hay alfombrillas para zapatos, no hay protocolo de seguridad como tal o no se facilita a los recién llegados, no hay cuarentenas de contacto con el papel, no hay dos turnos de limpieza así que somos los profesores los que limpiamos entre grupo y grupo, no hay posibilidad ni siquiera de reunirse online porque las reuniones (claustros, departamentos, niveles...) son obligatoriamente presenciales, como todo. Esto, en un distrito por encima de los 500 casos por 100.000 habitantes cada 14 días. En una ciudad donde cada día mueren 20-25 personas y 300 ingresan en los hospitales.

Da igual. No voy a caer en la complacencia de culpar exclusivamente a la administración de todo esto. Acabaremos cayendo por puro sudapollismo. Acabaremos cayendo porque necesitamos los huevos. Agachamos la cabeza, seguimos adelante y asumimos que quizá el siguiente seamos nosotros y quizá nuestras familias pero que no dejamos de tener un buen sueldo y algo es algo. Los juegos del hambre. Confiar en que suene el disparo en el cielo y anuncie que en realidad le ha tocado a otro. Y quizá luego a otro. Esquivar las balas, eso es todo. Sobreponerse. No pensar. "Si me pongo a pensarlo, me deprimo", dijo el otro día un alto cargo del centro donde trabajo. Yo no quería ser un héroe pero no me quedó más remedio. No culpo a nadie. Como le dijo George Harrison a John Lennon en aquella gira de 1974: "Me metí en esto solo y solo voy a acabarlo".

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Quedan los niños. A ratos, ojo, que también tienen lo suyo, pero, sí, quedan los niños. Abrazarlos y besarlos y pensar "están ahí, nos queremos, no esperan nada de mí que no les pueda dar". A veces, el Niño Bonito me coge él a mí y me empieza a rascar la cabeza porque sabe que me gusta, como si me estuviera diciendo "no te preocupes, yo te protejo". Como si supiera que necesito protección, él, a sus seis años. No le corresponde, pero me dejo. Luego le llevo a la psicóloga. Soy un desastre de padre. Él es una bendición de hijo.

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A veces, pienso en por qué no me quedé más tiempo en casa de mi abuela. Tenía 30 años. Podría haber negociado algo, supongo. Aquello era mi vida, toda mi vida repartida por los rincones de una casa de la que nunca quise salir. Los alquileres aún no habían explotado, la crisis sonaba muy a lo lejos, como una cosa que les pasa a otros. Tenía trabajo pero quería dejarlo, la historia de mi vida. De algún modo, sentí que me echaban cuando en realidad me echaba a mí mismo. Ocho años después, me pasó lo mismo pero ahí sí que me echaron  con todas las letras. No quiero que me pase lo mismo, supongo. Quizá sea astucia y quizá sea simplemente miedo.