miércoles, julio 01, 2020

Casa tomada



La casa recupera el calor y recupera el ruido. La casa se achica, por así decirlo, se hace pequeña ante el número, el volumen, los cuatro cuerpos sudados y sus circunstancias moviéndose de cuarto en cuarto. La casa y sus niños. El Niño Bonito, cada día más guapo, pegado al fútbol en algo que se acerca al aburrimiento constante mientras consulta resultados y gana partidas de "4 en línea". Hay algo en él que me recuerda mucho a mí y algo que me recuerda mucho a su madre. Su actividad, su carácter. La capacidad de no callarse nunca creo que es de los dos, estaba condenado.

El Niño Bonito juega con un globo e imagina todo tipo de ligas, de torneos, de jugadores. Una vez incluso programó en el salón un especial de una hora sobre un portero inventado en el que se repasaba toda su carrera. Por mucho que me concentre, siempre parece ir un paso por delante y siempre parece saberlo. A veces, me espera. Otras, sigue, como si nada, y yo le miro en la distancia. La Chica Diploma ordena y manda, a lo Amélie Nothomb. Da sentido a la casa y no le permite concesiones. Yo sí, eso ya lo saben. La casa se ha acostumbrado a ser malcriada durante tres meses y ahora le cuesta ponerse firme como una vela.

En medio de todo esto, el Rey Sol y sus sonrisas. Físicamente, el Rey Sol se parecerá a su madre todo lo que ella quiera, pero la pachorra es mía. Y la tripa, claro. El Rey Sol ahora mismo se nos sale de los percentiles y parece que cualquier cosa le vale: le vale la hamaca, le vale la cuna, le vale el sofá, le valen las rodillas, le valen los brazos cuando ya no aguanta más y apoya así su cabeza sobre el hombro ajeno, cogiendo posición para el sueño mientras se canta a sí mismo para dormirse. Cuando ve a su hermano, se pone a pegar chillidos de euforia e intenta comérselo, que es su manera de mostrar admiración. Su hermano se deja. Su hermano, ya hemos dicho, está aburrido en la vieja casa sin recursos, así que él también hace el bebé, imagina, pinta, coloca cromos -ahora se llaman "trading cards"- en un álbum transparente y hace el baile del culete cuando no le queda nada más que hacer.

*

El sábado vamos a Moralzarzal y a casa de mi abuela. El domingo vamos a casa de Esther y de Abril. Es día de celebración retrasada: nueva sesión de tarta, velas, canciones y piñatas. El Niño Bonito no sabe muy bien qué hacer con las distancias y las mascarillas. Se nota demasiado que su empeño en hacerlo todo bien le bloquea. Tiene seis años y quiere saber más que todos nosotros juntos. Los adultos tanteamos y él camina por la acera haciendo eses, intentando estar de verdad a dos metros siempre de todo el mundo. Como si eso fuera posible en esta ciudad.

Conforme pasa el tiempo, pasa el bloqueo, eso sí. Les explicamos lo que sí y lo que no y parece que con eso vale. El Rey Sol ni existe. Se limita a verlo todo desde mi rodilla con la boca abierta. Hasta ahora, su universo eran cuatro personas y dos plantas de un chalé. De repente, en 24 horas, ese universo se ha multiplicado por dos o por tres y a veces lo lleva bien y a veces, sinceramente, se agobia y se angustia. Cuando ve a Abril se pone nerviosísimo. No se la intenta comer porque aún no hay tanta confianza pero le fascina que pueda haber más personas pequeñas como su hermano, personas que ríen, gritan, corren por los pasillos; son, en definitiva, impredecibles.

Llega el momento de irse pero el Niño Bonito nos pide quedarse cinco minutos más, luego diez. Está jugando un partido en la Play. Es el Getafe y le está ganando a alguien pero no sé a quién. Cuando le proponemos que se quede a dormir, se vuelve loco. Es la primera vez que lo hace en toda su vida. La primera noche que pasa sin padres ni abuelos, solo con su amiga en un cuarto rosa, calzoncillos ajustados y pelo rizado larguísimo, a lo David Bisbal. Por la mañana, Esther nos dice que se ha portado muy bien y que no nos ha echado de menos. No nos sorprenden ninguna de las dos cosas.

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Pienso cada día en no volver y las noches las paso insomne inventando escenarios, posibilidades, excusas... Ser otra cosa. No digo "cualquier otra cosa" porque eso no sería justo, pero sí ser feliz con lo que hago o al menos no marcadamente infeliz, desde luego. Puede argumentarse que uno puede no ser feliz en su trabajo sin que pase nada, lo que es más complicado es que tenga que asumirlo sin quejarse. Yo, desde luego, me quejo y me quejo ante mí. Me pido explicaciones. Me digo: "Qué mierda de talento tienes, tío, para a tus 43 años, arrastrarte por los autobuses para hacer exámenes en medio de una pandemia; qué mierda de talento para que nadie te ofrezca nada más que 54 alumnos a los que certificar en menos de tres semanas".

Qué mierda de talento para acabar mendigando por redes sociales, organizando charlas TED, iniciando historias de superación que no llegarán a ningún sitio porque todos sabemos que me acabaré rindiendo. Todos lo sabemos y estamos con las pipas esperando en el bordillo. Me acabaré rindiendo y volveré a lo de antes: a la mediocridad que te consume por dentro. Pero, mientras tanto, ¡ah, la burbuja! Yo siempre le agradeceré al mundo esta burbuja. Estos tres meses en los que, dentro de la miseria de la humanidad, de repente aparecí yo, el filósofo. Una suerte de Diógenes en un barril transparente. "Una catástrofe social", decía esta mañana en Radio Marca, igual que lo dije hace tres meses: que cuando el emperador queda desnudo sea yo el que tenga que señalar con el dedo es una catástrofe de enormes proporciones. Yo, el profesor de inglés. Ese mismo. Vamos, no me jodas.