Lo prodigioso de la sociedad humana, de la evolución durante siglos y de la capacidad de los ciudadanos del llamado "mundo occidental" para acoplarnos a las leyes y dejar al Estado todo el monopolio de la venganza y la violencia se ha visto ejemplificado estos días en el juicio al General Videla, golpista y asesino en serie durante un lustro relativamente reciente en Argentina.
Por supuesto, los pequeños milagros ocurren cada día: que nadie se tome la justicia por su mano en violaciones, asesinatos, secuestros, mutilaciones, acosos... ya es algo impresionante, pero esto va más allá. Aparte de los muchísimos torturadores con nombre, apellidos y cara que seguro que siguen deambulando de manera más o menos anónima por las calles de Buenos Aires, Belgrano, La Plata, Rosario... estaba este hombre, este anciano ya, con su amago de bigote blanco, que había pagado su intento de genocidio -y creo que aquí la palabra está justificada, aunque su intento no fuera erradicar una raza sino una resistencia- con cinco años de cárcel hasta que Menem lo indultó.
Cinco años por miles de muertos, miles de familias destrozadas.
Y todos esperando a que 36 años después de su Golpe de Estado, la justicia por fin lo condenase. No hablamos de un ex-dictador a lo Pinochet, que se buscó su sitio como senador y vivía rodeado de protectores de todo tipo sino de un anciano caído en desgracia con apariencia de que cualquier soplido lo tumbaría. Nadie intentó tumbarlo. La sentencia del caso Videla, por tanto, no es una buena noticia tan solo por lo que tiene de castigo al mal sino por recompensa al bien, a la creencia en el bien, en el estado de derecho, en las instituciones.
Sinceramente, hay veces que yo no tengo tan claro que pudiera mantener tanta calma y tanta cordura.