viernes, julio 13, 2012

Demagogia y populismo



De mi casa en la calle Churruca a mi puesto de trabajo en la calle Mejía Lequerica hay apenas unos 300 metros. Soy un afortunado, desde luego. Todas las tardes paso por delante de la discoteca Pachá a eso de las seis y media. A esa hora, si no es viernes, el local está cerrado y no hay más que unas escaleras vacías para que se siente quien quiera. Al principio, aprovechaban dos o tres cuarentones con sus botellas de cerveza para coger sombra y charlar un rato. Con el tiempo, esos dos o tres se han convertido en diez o quince, de manera que las escaleras están más concurridas que una bancada del Gobierno cuando habla un portavoz del Grupo Mixto.

No sé de dónde vienen, la verdad. Diría que no tienen ningún otro lado donde ir. No molestan a nadie, se limitan a estar ahí y beberse el verano. Puede que sean más jóvenes de lo que yo creo porque la calle envejece mucho. El suyo no es un fenómeno aislado en el barrio: a unos pocos metros, casi en la calle Fuencarral, hay otro espacio común de taxistas, “homeless” y lo que se viene a llamar “perroflautas”. Curiosamente, se reúnen en la puerta de un Burger King y de vez en cuando entran a comprar algo.
No piden, no roban, no intentan dar lástima. Se limitan a dejarse estar. Cuando cierra el Día y sacan los contenedores, la mayoría sale corriendo para hurgar restos de comida y así tener una cena.

El resto va a un comedor social que hay en la calle Barco. El problema con ese comedor social es que está lleno de gente y tiene unas colas enormes. El otro día paseaba con una amiga, que me decía, algo desconcertada: “¿No te hace plantearte cosas ver a tanta gente normal haciendo cola?” El concepto de “gente normal” es políticamente incorrecto. Ningún político ni intelectual ni columnista podría utilizarlo, pero mi amiga, que es fisioterapeuta, sí. Y yo la entendí tan bien como ustedes me están entendiendo a mí.

Todo esto que les acabo de contar, la realidad de cualquier día en Malasaña, no tiene ningún valor de debate. Exactamente ese es el problema de la razón, que se ha vuelto cínica, tan cínica que ha perdido su relación con la realidad. Si yo contara esto en cualquier discusión de mediana intención intelectual, alguien me diría: “Eso es demagogia”. La realidad es demagogia. Si algún partido político propusiera una ley que ayudara a esa gente o que al menos intentara impedir que el número de gente sin posibilidad de tener un techo y una comida aumentara a cambio de suprimir algunos cuantos cargos de libre designación, le acusarían de “populista”.

Con esas dos palabras, eliminamos no ya la crítica sino el debate intelectual. Las palabras quedan del lado de una razón cínica que ha conseguido hundir el proyecto de la razón emancipadora, la razón ilustrada. Ya no hay evidencia, solo hay refutación. Puede que en la ciencia eso funcione muy bien y efectivamente la falsación sea un método más fiable que la verificación para una teoría, pero ni la ciencia ni nuestros cínicos, como diría Montano, entienden una cosa: la puta calle.

Hablar de la puta calle es poco elegante y maniqueo. No hablar, pretender que no existe, estipular que, porque un caso no se puede universalizar, ese caso directamente no merece atención es ruin. Efectivamente, no todos los madrileños nos morimos de hambre ni buscamos al anochecer comida entre basura, pero hay quien lo hace. Demasiada gente lo hace. ¿Qué hacemos con ellos? El peligro es que la clase media-baja se convierta en eso, en una especie de lumpen que ni siquiera espera a las orillas de las fábricas sino que se limita a pasar el día entre escaleras.

Es un peligro.

Si usted preside un país en recesión y toma medidas que hacen que ese peligro aumente, creo que se está equivocando. Si además usted mismo nos ha estado explicando por qué esas medidas perjudican a la clase media apenas meses antes de tomarlas, es un mentiroso. Si no quiere pasar por mentiroso ni tonto sino que prefiere convertirse en un pelele y lamentarse públicamente: “No queda otra salida”, lo que debe hacer es irse inmediatamente. Me da igual si se llama Zapatero o si se llama Rajoy. Usted llegó allí porque dijo que tenía soluciones y las soluciones implican libertad. Si no la tiene, si no puede aplicar lo que usted cree justo y correcto, si no puede, en definitiva, ejercer el mandato democrático, no se manche las manos, dimita.

O por lo menos, y creo que es lo mínimo que se puede pedir, no aplauda.

Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la serie "La zona sucia"