De mi casa en la calle Churruca a mi puesto de trabajo en la
calle Mejía Lequerica hay apenas unos 300 metros. Soy un afortunado, desde
luego. Todas las tardes paso por delante de la discoteca Pachá a eso de las
seis y media. A esa hora, si no es viernes, el local está cerrado y no hay más
que unas escaleras vacías para que se siente quien quiera. Al principio,
aprovechaban dos o tres cuarentones con sus botellas de cerveza para coger
sombra y charlar un rato. Con el tiempo, esos dos o tres se han convertido en
diez o quince, de manera que las escaleras están más concurridas que una
bancada del Gobierno cuando habla un portavoz del Grupo Mixto.
No sé de dónde vienen, la verdad. Diría que no tienen ningún
otro lado donde ir. No molestan a nadie, se limitan a estar ahí y beberse el
verano. Puede que sean más jóvenes de lo que yo creo porque la calle envejece
mucho. El suyo no es un fenómeno aislado en el barrio: a unos pocos metros,
casi en la calle Fuencarral, hay otro espacio común de taxistas, “homeless” y
lo que se viene a llamar “perroflautas”. Curiosamente, se reúnen en la puerta
de un Burger King y de vez en cuando entran a comprar algo.
No piden, no roban, no intentan dar lástima. Se limitan a
dejarse estar. Cuando cierra el Día y sacan los contenedores, la mayoría sale
corriendo para hurgar restos de comida y así tener una cena.
El resto va a un comedor social que hay en la calle Barco.
El problema con ese comedor social es que está lleno de gente y tiene unas
colas enormes. El otro día paseaba con una amiga, que me decía, algo
desconcertada: “¿No te hace plantearte cosas ver a tanta gente normal haciendo cola?” El concepto de
“gente normal” es políticamente incorrecto. Ningún político ni intelectual ni
columnista podría utilizarlo, pero mi amiga, que es fisioterapeuta, sí. Y yo la
entendí tan bien como ustedes me están entendiendo a mí.
Todo esto que les acabo de contar, la realidad de cualquier
día en Malasaña, no tiene ningún valor de debate. Exactamente ese es el
problema de la razón, que se ha vuelto cínica, tan cínica que ha perdido su
relación con la realidad. Si yo contara esto en cualquier discusión de mediana
intención intelectual, alguien me diría: “Eso es demagogia”. La realidad es
demagogia. Si algún partido político propusiera una ley que ayudara a esa gente
o que al menos intentara impedir que el número de gente sin posibilidad de
tener un techo y una comida aumentara a cambio de suprimir algunos cuantos
cargos de libre designación, le acusarían de “populista”.
Con esas dos palabras, eliminamos no ya la crítica sino el
debate intelectual. Las palabras quedan del lado de una razón cínica que ha
conseguido hundir el proyecto de la razón emancipadora, la razón ilustrada. Ya
no hay evidencia, solo hay refutación. Puede que en la ciencia eso funcione muy
bien y efectivamente la falsación sea un método más fiable que la verificación
para una teoría, pero ni la ciencia ni nuestros cínicos, como diría Montano,
entienden una cosa: la puta calle.
Hablar de la puta calle es poco elegante y maniqueo. No
hablar, pretender que no existe, estipular que, porque un caso no se puede
universalizar, ese caso directamente no merece atención es ruin. Efectivamente,
no todos los madrileños nos morimos de hambre ni buscamos al anochecer comida
entre basura, pero hay quien lo hace. Demasiada gente lo hace. ¿Qué hacemos con
ellos? El peligro es que la clase media-baja se convierta en eso, en una
especie de lumpen que ni siquiera espera a las orillas de las fábricas sino que
se limita a pasar el día entre escaleras.
Es un peligro.
Si usted preside un país en recesión y toma medidas que
hacen que ese peligro aumente, creo que se está equivocando. Si además usted mismo
nos ha estado explicando por qué esas medidas perjudican a la clase media
apenas meses antes de tomarlas, es un mentiroso. Si no quiere pasar por
mentiroso ni tonto sino que prefiere convertirse en un pelele y lamentarse
públicamente: “No queda otra salida”, lo que debe hacer es irse inmediatamente.
Me da igual si se llama Zapatero o si se llama Rajoy. Usted llegó allí porque
dijo que tenía soluciones y las soluciones implican libertad. Si no la tiene,
si no puede aplicar lo que usted cree justo y correcto, si no puede, en
definitiva, ejercer el mandato democrático, no se manche las manos, dimita.
O por lo menos, y creo que es lo mínimo que se puede pedir,
no aplauda.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la serie "La zona sucia"