Lo desolador del payaso Hans Schnier no es su pierna
dolorida ni su decadentismo etílico. No es la tensa relación con sus padres o
la intuición autocomplaciente de que no ha cumplido los treinta años y ya no le
queda ninguna sorpresa que descubrir, nada mejor que arrastrarse hasta la
calle, confiar en que alguna amiga le rellene la nevera y conseguir algunos
marcos escandalizando burgueses en el metro de Bonn.
Lo desolador del payaso Hans Schnier son precisamente sus
opiniones: su convencimiento de que Marie Züpfner en realidad le sigue amando,
de que todo lo que le pasa, esa sucesión de sabotajes en la que se ha
convertido su vida, es una consecuencia de la marcha de su novia con un educado
y adinerado señor católico y no en gran parte su causa. Su empeño en imaginarse
como un ser querible y nunca como un egoísta que acaba convirtiendo a su novia
en una maleta más de viaje. Sus ínfulas de artista rebelde. Su pose estética
ante el mundo; su negativa, en general, a admitir la realidad en ninguna de sus
formas.
“Solo soy un payaso y colecciono momentos”, dice Schnier,
casi al final del libro, sin saber si Heinrich Böll pone esa frase en su boca
como reivindicación de una dignidad perdida o como última muestra de la
irritante autocompasión con la que el protagonista se trata a sí mismo a lo
largo de cada conversación telefónica, de cada ironía, de cada superioridad
moral… Marie no estaba enamorada de Schnier. Puede que lo estuviera en algún
momento porque, como dice Loriga, nadie sabe qué demonios pasa por la cabeza de
una mujer, pero desde luego dejó de estarlo, y dejó de estarlo exactamente
cuando se dio cuenta de que Hans ya no estaba enamorado de ella, de que no era
sino una más de sus pantallas de protección frente al mundo.
Una ensoñación. Un invento. Marie. Y frente a Marie, el mal,
el dinero, el catolicismo y el protestantismo, las convenciones sociales, las
herencias familiares, las hermanas muertas, los recuerdos del nazismo, los
pactos vergonzosos, las colaboraciones indignas… El mundo, payaso, el mundo.
Marie no iba a ocultarte el mundo como si fuera un satélite de tu infancia y
por eso salió corriendo. Marie Züpfner quizá fantaseó con la idea de ser Marie
Schnier porque incluso las adolescentes alemanas son adolescentes, pero la
gravedad siempre gana.
Schnier cantando canciones en el metro, maquillado y vestido
de borracho, huyendo del lignito.
Hay algo contagioso en “Opiniones de un payaso”, algo que
hace que el libro se pueda releer muchas veces –no siempre eso es posible, por
ejemplo uno lee a Stefan Zweig una vez y ya no puede volver a hacerlo, no vaya
a ser que lo estropee, como en “Amanece, que no es poco”- y se debe a la
posibilidad de que ese tardoadolescente, ese Peter Pan germánico, sea a su vez
el espejo de tus propios odios como lector, de tus propias falsas dignidades,
tus prejuicios, tu estética de perdedor. Que tu juicio –leer es juzgar, puede
que no condenar, pero juzgar casi siempre- varíe según pasen los años y la
rutina te seduzca y los excéntricos te resulten cada vez más aburridos.
Que Hans Schnier en el fondo seas tú, igual que Marie era
Hans Schnier reflejado en una nada. La tristeza. La nostalgia. La necesidad de
salvarse y ser salvado. Los conceptos de traición y posesión y todo el daño que
hacen, el mismo daño que siente Waldo Lydecker en la película de Otto Preminger
cada vez que Laura, su angelical Laura, se humaniza para cohabitar con otro
hombre mucho más vulgar que él -¿un payaso, quizás?-. Es curioso que Lydecker
sea la antítesis social de Schnier y sin embargo su amenaza sea la misma: la
realidad. Lydecker huye de la vida como huía Borges, viviendo en otro siglo,
solo que a diferencia de Borges, Waldo no creía en los tigres sino en la
belleza.
No hay evidencia de que Marie Züpfner fuera especialmente
bella. Solo hay el relato de un payaso alcohólico que parece repetirle al
lector “éramos tan felices, éramos tan felices…”. Un narrador poco fiable. Sin
embargo, la belleza de Gene Tierney es incontestable. “Nunca olvidaré el fin de
semana que Laura murió” anuncia la voz en off del propio Lydecker al principio
del filme. Pobre Lydecker, que ve fantasmas en cada reloj de pared. Lydecker y
sus recuerdos de cosas que nunca sucedieron. Otro coleccionista de momentos. Schnier
y Lydecker juntos en la taberna, armados y peligrosos. Un suicida y un asesino.
El solemne escritor de alta alcurnia y el rebelde sin causa apartado de los
negocios familiares pidiendo a sus amadas que vuelvan y sus amadas siempre en
otro lado, con otros hombres. Hombres reales.
Compañeros de viaje buscan, como Nietzsche, pero compañeros
vivos.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown