viernes, julio 27, 2012

La policía del liberalismo


La pérdida de sentido –o más bien de referencia- de la mayoría de los términos políticos y económicos más utilizados en estas últimas décadas vertiginosas de charlatanería ya viene reflejada en el maravilloso libro de Irene Lozano, “El saqueo de la imaginación”. No se puede decir que en los cuatro años trascurridos desde su publicación, las cosas hayan ido a mejor sino más bien todo lo contrario. Pongamos por ejemplo, la manida palabra “liberalismo”, que tantos odios y filias provoca sin que esté muy claro de qué demonios estamos hablando. No es lo mismo ser liberal –o librecambista- como lo eran Adam Smith o Stuart Mill que ser liberal como lo era Ortega y Gasset.

Y desde luego nada de lo que leemos en sus libros tiene que ver con las proclamas de los autoerigidos “liberales” o incluso “neoliberales” de hoy en día, más preocupados en proteger y alzar el estandarte que en plantearse qué están defendiendo y qué consecuencias tiene.

Resulta preocupante ver que demasiados economistas y politólogos asocian sin más liberalismo con desregularización, sea para criticarlo o para ensalzarlo. En una lectura absurda de ese “mundo perfecto sin Estado” que algunos nos presentan podríamos llegar al caso en el que un violador de niños se indignara ante su persecución y viera “su libertad personal de acción claramente limitada por la fuerza impositiva del Estado”. Nadie lo ha intentado hasta ahora, pero den tiempo.

Obviamente, el Estado es necesario aunque solo sea como regulador. De acuerdo, en el siglo XVIII era el enemigo del comercio mundial, pero ahora mismo no le podemos pedir que se aparte más y siga mirando continuamente hacia otro lado, porque el Estado no es más que una construcción de cesiones privadas encargada precisamente de proteger derechos. El Estado legisla, enjuicia y ejecuta y lo hace mediante regulaciones votadas por representantes de los individuos. Sin esa acción, de hecho, el propio comercio, la noción liberal de la economía, no solo de la vida, sería imposible. Todo acabaría en una ley del más fuerte en todos los ámbitos. Mad Max.

Ningún comerciante querría un mundo ingobernable, ningún liberal querría un mundo sin leyes, sin límites, sin especialistas que mediante su trabajo den orden a esa red de acuerdos y cesiones. Especialistas que se pueden llamar “tecnócratas” cuando deciden pero bien se pueden llamar “funcionarios” cuando se encargan del trabajo sucio. El orden es ese: democracia-libertad-derechos-legislación que garantice esos derechos-gente que haga cumplir esa legislación con la mayor eficacia posible-economía de emprendedores que saben a qué atenerse dentro de un marco regulador.

Se puede discutir la eficacia del sector público de un país, pero no su necesidad. Es absurdo. Enfrentar, sin más, individuo y Estado, es lo menos liberal del mundo, tal y como yo entiendo el liberalismo: la defensa de un espacio propio de decisión y acción dentro de un espacio común de garantías democráticas. El Estado democrático occidental no tiene como objetivo luchar contra los derechos del individuo, al revés, ¡los protege! Pretender que no legisle en lo que no me interesa y que legisle cuando siento la amenaza es ser un tramposo. Ni un liberal ni un neoliberal ni historias: un trilero.

El otro día en Twitter, alguien hablaba de mis artículos en este diario advirtiendo que en ellos siempre, “al final, final del pasillo” se me veía “una vena izquierdista antiliberal”. Eso quiere decir que hay gente buscando venas izquierdistas antiliberales incluso al final, final de los pasillos. Una policía del pensamiento. No sabría decir exactamente qué soy. Si alguien me lee con regularidad, sabrá que en general procuro pensar en una solución para cada problema sin ponerle antes una etiqueta. Llamarme “izquierdista” es absurdo porque no lo soy. No me tengo que defender porque sea deshonroso sino simplemente aclarar que no, que no soy de izquierdas. Lamento la decepción.

Y tampoco soy antiliberal, todo lo contrario. Desde hace muchos años –quizá, precisamente, desde que estudié en profundidad a Ortega- cada vez me han preguntado en esos incomodísimos términos, he contestado “soy liberal”, aunque bien podría estar muy cercano a la “socialdemocracia”. ¿Qué más da? Es el concepto el que tiene que amoldarse a la realidad y no la realidad al concepto. Supongo que si Ortega tuviera Twitter recibiría críticas tanto de policías del Estado acusándole de facha irredento como de policías de la libertad acusándole de izquierdista. Así de estúpido se ha vuelto todo esto.

Tanto, que la sola idea de que Ortega quisiera estar en Twitter me ha parecido una idiotez enorme nada más escribirla, así que la retiro. 

Artículo publicado originalmente en el diario "El Imparcial", dentro de la sección "La Zona Sucia"