La pérdida de sentido –o más bien de referencia- de la
mayoría de los términos políticos y económicos más utilizados en estas últimas
décadas vertiginosas de charlatanería ya viene reflejada en el maravilloso
libro de Irene Lozano, “El saqueo de la imaginación”. No se puede decir que en
los cuatro años trascurridos desde su publicación, las cosas hayan ido a mejor
sino más bien todo lo contrario. Pongamos por ejemplo, la manida palabra
“liberalismo”, que tantos odios y filias provoca sin que esté muy claro de qué
demonios estamos hablando. No es lo mismo ser liberal –o librecambista- como lo
eran Adam Smith o Stuart Mill que ser liberal como lo era Ortega y Gasset.
Y desde luego nada de lo que leemos en sus libros tiene que
ver con las proclamas de los autoerigidos “liberales” o incluso “neoliberales”
de hoy en día, más preocupados en proteger y alzar el estandarte que en
plantearse qué están defendiendo y qué consecuencias tiene.
Resulta preocupante ver que demasiados economistas y
politólogos asocian sin más liberalismo con desregularización, sea para
criticarlo o para ensalzarlo. En una lectura absurda de ese “mundo perfecto sin
Estado” que algunos nos presentan podríamos llegar al caso en el que un
violador de niños se indignara ante su persecución y viera “su libertad
personal de acción claramente limitada por la fuerza impositiva del Estado”.
Nadie lo ha intentado hasta ahora, pero den tiempo.
Obviamente, el Estado es necesario aunque solo sea como
regulador. De acuerdo, en el siglo XVIII era el enemigo del comercio mundial,
pero ahora mismo no le podemos pedir que se aparte más y siga mirando
continuamente hacia otro lado, porque el Estado no es más que una construcción
de cesiones privadas encargada precisamente de proteger derechos. El Estado
legisla, enjuicia y ejecuta y lo hace mediante regulaciones votadas por
representantes de los individuos. Sin esa acción, de hecho, el propio comercio,
la noción liberal de la economía, no solo de la vida, sería imposible. Todo
acabaría en una ley del más fuerte en todos los ámbitos. Mad Max.
Ningún comerciante querría un mundo ingobernable, ningún
liberal querría un mundo sin leyes, sin límites, sin especialistas que mediante
su trabajo den orden a esa red de acuerdos y cesiones. Especialistas que se
pueden llamar “tecnócratas” cuando deciden pero bien se pueden llamar
“funcionarios” cuando se encargan del trabajo sucio. El orden es ese:
democracia-libertad-derechos-legislación que garantice esos derechos-gente que
haga cumplir esa legislación con la mayor eficacia posible-economía de
emprendedores que saben a qué atenerse dentro de un marco regulador.
Se puede discutir la eficacia del sector público de un país,
pero no su necesidad. Es absurdo. Enfrentar, sin más, individuo y Estado, es lo
menos liberal del mundo, tal y como yo entiendo el liberalismo: la defensa de
un espacio propio de decisión y acción dentro de un espacio común de garantías
democráticas. El Estado democrático occidental no tiene como objetivo luchar
contra los derechos del individuo, al revés, ¡los protege! Pretender que no
legisle en lo que no me interesa y que legisle cuando siento la amenaza es ser
un tramposo. Ni un liberal ni un neoliberal ni historias: un trilero.
El otro día en Twitter, alguien hablaba de mis artículos en
este diario advirtiendo que en ellos siempre, “al final, final del pasillo” se
me veía “una vena izquierdista antiliberal”. Eso quiere decir que hay gente
buscando venas izquierdistas antiliberales incluso al final, final de los
pasillos. Una policía del pensamiento. No sabría decir exactamente qué soy. Si
alguien me lee con regularidad, sabrá que en general procuro pensar en una
solución para cada problema sin ponerle antes una etiqueta. Llamarme
“izquierdista” es absurdo porque no lo soy. No me tengo que defender porque sea
deshonroso sino simplemente aclarar que no, que no soy de izquierdas. Lamento
la decepción.
Y tampoco soy antiliberal, todo lo contrario. Desde hace
muchos años –quizá, precisamente, desde que estudié en profundidad a Ortega-
cada vez me han preguntado en esos incomodísimos términos, he contestado “soy liberal”,
aunque bien podría estar muy cercano a la “socialdemocracia”. ¿Qué más da? Es
el concepto el que tiene que amoldarse a la realidad y no la realidad al
concepto. Supongo que si Ortega tuviera Twitter recibiría críticas tanto de
policías del Estado acusándole de facha irredento como de policías de la
libertad acusándole de izquierdista. Así de estúpido se ha vuelto todo esto.
Tanto, que la sola idea de que Ortega quisiera estar en
Twitter me ha parecido una idiotez enorme nada más escribirla, así que la
retiro.
Artículo publicado originalmente en el diario "El Imparcial", dentro de la sección "La Zona Sucia"