Al volver de casa de la Chica Diploma, veo un partido de fútbol y abro el siguiente libro en la lista de pendientes aunque en realidad no haya tal lista, solo una balda llena de libros sin leer de la que voy sacando uno u otro según tenga el día, de ahí que mis retrasos puedan ser prodigiosos. El libro en cuestión es "El asesino hipocondríaco", de Juan Jacinto Muñoz Rengel. Debería haber sido "Vida de un escritor", de Gay Talese, porque tengo una crítica pendiente, pero no me siento capaz. Será el siguiente. Lo juro.
A Juan Jacinto le ha ido muy bien con el libro. Yo me alegro mucho porque le tengo un enorme cariño. El cariño que se tiene por alguien que apuesta por tu libro y lo saca en un programa de Radio 5 cuando ni siquiera la editorial confiaba en él y eso que lo había pagado. Es bonito ayudar y ser sincero. Si hay que escupir, siempre escupir hacia arriba. A las pocas páginas -voy y vengo, en medio pongo la televisión y veo un especial sobre un tío que intenta entrevistar a Michael Jackson y acaba peleándose con Uri Geller- encuentro una referencia a la prostatitis crónica.
Es curioso, porque yo escribí
esto sobre la prostatitis crónica, una enfermedad que estoy empezando a pensar que no existe y que no es más que el cebo para cualquier hipocondríaco como el del libro o como yo, sin ir más lejos. Se podría decir que esa enfermedad cambió mi vida y sería una verdad como un templo. Lo curioso es que no lo hizo para mal. Luego recuerdo que un personaje de mi última novela también tiene prostatitis, o yo lo imaginaba con prostatitis, al menos, y no sé si al final lo dejé simplemente como un cincuentón impotente o si especifiqué la enfermedad en cuestión.
Puede que quedara simplemente como un misógino, no sé. A mí es un personaje que me cae bien. Es grande y fuerte y mata a gente por dinero pero en el fondo tiene algo de buen tipo. Se llama Viggo. Hace lo que tiene que hacer, punto, como cualquiera de nosotros.
El caso es que, prostatitis apartes, que son mucho más escandalosas en los libros que en mi vida, la hipocondriasis ha sido siempre una constante desde pequeño con picos que suelen coincidir con momentos en los que todo va bien, es decir, momentos en los que todo puede perderse. Angustiarse en el fracaso es estúpido. Alguna gente dice "hipocondriasis" y otra gente dice "hipocondría", yo digo lo primero porque me ayuda a parecer un pirado con estudios. Si estás dispuesto a pasarte una mañana sintiendo cómo no ves bien del ojo derecho y quejándote de un temblor en el ojo izquierdo que puede relacionarse con un desprendimiento de retina -lo juro, estoy aquí escribiendo sin parar, Toni Kukoc y ahora esto, convencido de que tengo un desprendimiento de retina en el ojo izquierdo- mientras imagino los múltiples tumores de mi zona intestinal, lo mínimo que puedes hacer por lo demás es confirmar tu imagen de excéntrico inventando palabras como quien inventa enfermedades.
Todo esto me lleva a otro personaje de otra de mis novelas, la primera por orden de escritura. Era un chico muy pedante y que tenía todo el rato un miedo atroz a su propio cuerpo. En todos los aspectos. El chico abría y cerraba el libro aunque no era ni mucho menos el protagonista. Es una buena novela. Una muy buena novela, incluso. El chico intentaba seducir a chicas rubias que se parecían a Inma del Moral y acababa convertido en algo parecido a una estrella fugaz. Un entrañable miembro del club de suicidas que compone la novela coral. Para no escandalizar a nadie, en vez de "suicidas" les llamé "francotiradores" pero ya habrán apreciado que no soy demasiado preciso en el lenguaje.
Cuando leyó uno de los capítulos, la Chica Portada se maravilló: "Has conseguido que todos los personajes en el fondo sean tú". Como si eso no tuviera mérito.