El tema de nuestro tiempo es la desaparición. Alguien puede decir que el tema es la crisis, pero en el fondo estamos hablando de lo mismo: crisis exterior, crisis interior y desaparición como respuesta. La necesidad de dejar de ser quienes somos. La constatación de que ya no nos aguantamos más y que tenemos que huir cuanto antes de nosotros mismos. Una especie de turismo suicidófilo. En esa atmósfera se maneja
Villa Amalia, la bellísima y contundente película de
Benoit Jacquot que cuenta con una deslumbrante
Isabelle Huppert como hilo conductor de toda la historia
. Huppert consigue salir en todos los planos de la película y no desentonar nunca.
Ann, una pianista de éxito de edad madura aunque indeterminada y con una relación sólida y estable, decide cambiar su vida por completo de la noche a la mañana. La excusa es que su pareja le es infiel. O al menos le ha sido infiel una vez y ella lo ha visto.
A partir de ese beso, el río se desboca.
Ann abandona a
Thomas, abandona el piano, abandona el piso, el país, el corte de pelo y se lanza a una aventura sin objeto. Una finalidad sin fin. Un mero huir y disfrutar de lo nuevo por el hecho de que es nuevo.
Ann cruza la frontera y marcha a Alemania, luego a Suiza, luego acaba en Italia, en un paraíso natural llamado
Villa Amalia. Nadie sabe quién es. Nadie la busca. El cielo, tal y como nos lo imaginamos ahora mismo es un sitio donde nadie te busca y nadie espera nada de ti. Donde todo es posible porque no hay prejuicios ni cargas. Un viaje en el que tu maleta se convierte en mochila y de mochila pasa a ser bolsa. Si eres italiano, probar a ser francés. Si eres francesa, cruzar los Alpes suizos y convertirte en italiana.
Dejar de ser, si se quiere, pero sin renunciar a existir. La fotografía de la película nos hace congraciarnos en ocasiones con el universo. Es imposible ser infeliz en determinados sitios. O eso queremos creer.