lunes, junio 21, 2010

Villa Amalia


El tema de nuestro tiempo es la desaparición. Alguien puede decir que el tema es la crisis, pero en el fondo estamos hablando de lo mismo: crisis exterior, crisis interior y desaparición como respuesta. La necesidad de dejar de ser quienes somos. La constatación de que ya no nos aguantamos más y que tenemos que huir cuanto antes de nosotros mismos. Una especie de turismo suicidófilo. En esa atmósfera se maneja Villa Amalia, la bellísima y contundente película de Benoit Jacquot que cuenta con una deslumbrante Isabelle Huppert como hilo conductor de toda la historia. Huppert consigue salir en todos los planos de la película y no desentonar nunca. Ann, una pianista de éxito de edad madura aunque indeterminada y con una relación sólida y estable, decide cambiar su vida por completo de la noche a la mañana. La excusa es que su pareja le es infiel. O al menos le ha sido infiel una vez y ella lo ha visto.

A partir de ese beso, el río se desboca. Ann abandona a Thomas, abandona el piano, abandona el piso, el país, el corte de pelo y se lanza a una aventura sin objeto. Una finalidad sin fin. Un mero huir y disfrutar de lo nuevo por el hecho de que es nuevo. Ann cruza la frontera y marcha a Alemania, luego a Suiza, luego acaba en Italia, en un paraíso natural llamado Villa Amalia. Nadie sabe quién es. Nadie la busca. El cielo, tal y como nos lo imaginamos ahora mismo es un sitio donde nadie te busca y nadie espera nada de ti. Donde todo es posible porque no hay prejuicios ni cargas. Un viaje en el que tu maleta se convierte en mochila y de mochila pasa a ser bolsa. Si eres italiano, probar a ser francés. Si eres francesa, cruzar los Alpes suizos y convertirte en italiana.

Dejar de ser, si se quiere, pero sin renunciar a existir. La fotografía de la película nos hace congraciarnos en ocasiones con el universo. Es imposible ser infeliz en determinados sitios. O eso queremos creer.