Fíjense si seré laico que, aun nacido en la década de los 70, no estoy ni bautizado, ni por supuesto hice la primera comunión como sí hicieron mis compañeros de clase -a mí me sentaban en el pasillo, no había ni clases de ética o similar para compensar- y si he visitado iglesias en el pasado ha sido por respeto a familiares, una cierta fascinación por las liturgias y el inconfundible y sedante olor a incienso.
Mmmm.
Que me gustaría a mí ser más laico pero no puedo. Por eso, supongo, me cuestan entender algunas cosas. Por ejemplo, lo del velo. Una chica decide llevar el velo a clase. Es su decisión personal, aclara, sus padres no tienen nada que ver en eso y no es un acto de sumisión al varón sino al mismísimo Alá. Bien me parece. El problema es el uso del espacio público, es decir, si en un instituto está prohibido que la gente se ponga nada en la cabeza, está prohibido. Me resulta curioso que en un estado laico, los religiosos tengan ventajas inaceptables: si llevo una determinada ropa porque adoro a Mahoma, hasta el ministro se pone de mi lado. Si quiero llevar vaqueros porque me sientan bien o una gorra de los Lakers o lo que sea, simplemente porque me apetece, ni de coña.
O sumisión al santísimo o nada. No es mi idea de un estado laico, pero ya digo que mi falta de sensibilidad en determinados temas acostumbra a ser atroz.
Y sí, lo mismo vale con crucifijos allí donde esté prohibido llevar ningún tipo de cadena o collar, es decir, me niego a que un chico pueda llevar su crucifijo y un latin king no pueda llevar sus medallones. Soy así de bestia. Ahora bien, si deciden que los dos pueden, perfecto. Pero sin más privilegios, que ya está bien.