Dani y Deborah se van y me dejan con mi mochila y mi abrigo negro en una de las tumbonas de piedra que pueden ver más arriba. Hace un calor considerable, en torno a 20 grados, bochorno casi. Hay familias jugueteando, la mayoría turistas. Me tumbo y saco mi libro de Agassi y por un momento todo es perfecto porque estamos el mar y yo y qué más se puede pedir. No solo eso: a mi lado, un señor tiene puestos a los Beatles. Todo empieza con un murmullo de "Here comes the sun" y luego pasa a "Nowhere man" y cuando se va me dan ganas de decirle que no, que se quede, que le echaremos de menos.
Decido poner yo mi propia música. "Suzanne", de Leonard Cohen. Estoy tumbado con la mochila entre las piernas, el libro entre las manos -vamos ya por 1997-, el mar delante, un principio de atardecer y me echo a llorar mientras escucho a Leonard Cohen y me acuerdo -asociación improbable- de Atenas.
Al rato empieza a llover. No mucho. Lo justo para cerrar el libro y guardarlo pero no suficiente como para irse todavía. Los espigones se suceden. Enfrente, la mitad de las ventanas de la Torre Mapfre ya están encendidas. Me pregunto, igual que en Almería, si la gente de aquí se llega a acostumbrar a esto y me temo que la respuesta es que sí.
Esta es una perspectiva nueva, por eso me gusta. Las primeras perspectivas fueron las del barrio Gótico y luego se intercambiaron por una mezcla de Les Corts y Gràcia. Ahora es el Port Olimpic, cortesía de Sandra, Dani y sus paellas. Tengo la arena de la playa a mis pies pero llueve cada vez más y mi tren sale en dos horas. Calculo mal los tiempos y las distancias aquí. Han sido dos días agotadores, no sabría explicar por qué.
Quizá, simplemente, me haya costipado o algo así.