Mientras averiguan si Sorin se escribe con o sin tilde -el sentido común indica que "con", el propio director lo escribe "sin"- pueden leer la reseña que he publicado en
Notodo.com sobre una peli que probablemente pase inadvertida ante tanto estrenazo de Navidad pero que merece muchísimo la pena:
Carlos Sorín es un tipo de otra época y otro lugar. Un director de amplios paisajes e historias cotidianas. De detalles. No hay nada épico en
Sorín más que el propio desarrollo de la vida, su gusto por los silencios, por la naturalidad –aquí, de nuevo, los protagonistas son actores no profesionales- y por la melancolía bien entendida. Historias de gente que quieren que les dejen en paz. Gente en calma o al menos gente que quiere quedar en calma. Sus protagonistas tienen algo de Alonso Quijano cansado de luchar contra molinos. Desde luego esa es la impresión que da
Don Antonio–
Antonio Larreta-, en torno a quien gira toda la acción de
La ventana. Acción por decir algo, aquí sobre todo hay emociones. La decadencia y la tristeza mezcladas en un día de amaneceres y atardeceres.
Después de sorprendernos a todos con su magistral
Historias mínimas,
Sorín llevaba unos años dando tumbos con obras poco logradas como
Bombón, el perro o
El camino de San Diego. Bien, tenemos excelentes noticias:
La ventana es un retorno a la maestría. Se pierde el humor, eso es cierto, pero se gana en narración, en imagen, en recursos, en madurez.
La ventana es casi una obra de teatro, con sus apenas 75 minutos de duración, su espontaneidad, sus planos mantenidos en los que no parece pasar nada y pasa todo, sus personajes improbables: el afinador de pianos, el médico rural, las enfermeras, los ciclistas accidentales –qué gran regalo volver a ver a
Marina Glezer, una belleza argentina prácticamente desaparecida desde
Roma, de
Aristaráin-. Todo ello se junta en una jornada de expectativas resuelta de manera magistral. Una película que no te mete en el dedo en el ojo, pero te hace llorar. Es inevitable. Esa Pampa enorme ahí delante, con el sol cayendo y la vieja finca haciendo lo que mejor sabe: envejecer. Un anciano recostado en su cama viendo las avispas entrar por su enorme ventanal mientras lee un libro de relatos de
Chèjov. Hay tanto de
Chèjov en
Sorín y en el propio
Don Antonio que ponernos eruditos ahora sobra.
En tiempos de montajes frenéticos y sobreactuaciones,
Sorín se hace más necesario que nunca.
La ventana arriesga a base de apostar por lo clásico, lo que nadie hace ya. Ancianos y amaneceres, la revolución del día a día.