En el paseo marítimo un chico de unos doce años lleva en bici a una chica de su misma edad pero muy distinta altura -ya saben, la preadolescencia- que se pone de pie para que todo el mundo la vea y pasa las manos por el pelo del chico, como diciendo "sigo aquí", como diciendo "soy feliz", como diciéndonos a todos los demás "nunca volveréis a pasar por esto".
No, esto último no lo dice. Probablemente ella piense que todos seguimos pasando por eso todo el rato cuando lo cierto es que no pasamos nunca: nadie peinó mi pelo con sus manos mientras la llevaba en bicicleta junto al mar. Lo vi en películas y series, claro, pero cien taleros imaginados no son cien taleros reales nos pongamos como nos pongamos.
Detrás, desde el ángulo que formamos el mar y yo, un grupo de cuatro forzudos juegan al voley-playa. Hoy, en Almería, hace un precioso día de voley playa y los chicos de gorra hacia atrás juegan contra los chicos de pelo en pecho y bañador ajustado. Las familias pasean a sus perros y yo sin cámara de fotos, me doy cuenta justo cuando un trenecito turístico atraviesa una callejuela y poco después, al pasar por delante de un edificio que se llama Laura.
Lo que nos faltaba: preadolescentes enamorados y edificios con nombres de langosta. Matilde Urbach y yo.
La Coca-Cola es Coca-Cola y no Pepsi. Ayer me sentí hasta cierto punto estafado. Yo podría poner aquí las fotos del sol sobre el mar y no quedaría tan cursi. De verdad, aquí leído suena a topicazo pero ahí, en la terraza, es otra historia. Ya he hablado del mar agresivo de Almería. A mí al menos me resulta muy agresivo y a la vez muy incitante. Un mar en el que hasta yo me bañaría.
En el camino de vuelta al hotel me encuentro con Óscar de Julián, recién salido de una reunión con los distintos jurados. Me pregunta si esta vez me he sentido más cómodo, más como en casa y yo pienso inmediatamente que ha leído mi blog y que es una pregunta trampa, pero igual no, igual hay vida y pensamiento propio fuera de mi blog y esa conclusión no era tan difícil de alcanzar por uno mismo. Me recuerda a cuando Inés me preguntó en un coche rumbo a Seattle -o en Seattle ya, o rumbo al aeropuerto de Tacoma- qué nota le ponía a nuestro viaje y yo le puse un 10.
Otro 10 para Almería, ahora. Quizá le pueda pedir más a mi estado de ánimo. En ocasiones, las que no sonrío; pero pedirle más a la ciudad sería imposible. En dos horas vuelvo: el tedio de los controles de seguridad en los aeropuertos y la respiración contenida justo cuando las ruedas dejan el suelo. Tengo una reunión esta noche con mi asistente personal para decidir cómo planificamos mi futuro. Somos de una inocencia desoladora.