Portland es mucho más Seattle que Seattle. Quiero decir, el rollo grunge, el rollo sucio, de alternativos, de chicos de 30 años con pinta de Kerouac o de Cobain. Eso era Portland, no es Seattle. Seattle es bulliciosa, grande y vertical. Es una ciudad de atascos en la entrada incluso a las 11,30 de la mañana, una ciudad con muchas avenidas y con torres enormes. Seattle es más Chicago que Seattle, en realidad. Nos han estado engañando muchos años.
Seattle cuesta arriba y cuesta abajo, hacia el bar donde vamos a ver la Supercopa de Europa. Es un bar irlandés, una de esas embajadas culturales que podrían estar en cualquier ciudad del mundo o incluso debajo de mi casa de Tribunal.
El partido es entre el Barcelona y el Shakhtar Donetsk. Un partido aburrido, la verdad, porque solo juega un equipo. El otro, está en el campo, pero la bola ni la huele, y el que sí que la tiene, se limita a manejarla y moverla y moverla y recrearse, de manera que acaban los 90 minutos y la cosa sigue 0-0 y uno se pregunta si la cosa hubiera sido igual con Villa en vez de Ibrahimovic.
La camarera nos mira muy raro. Tienen puesto el fútbol, pero me da la sensación de que es una excentricidad más que otra cosa. Como un Ronald McDonald que tiene que estar ahí porque forma parte de la franquicia, pero en realidad nadie se queda dos horas y media delante de Ronald McDonald mirándole asombrado, casi sin comer ni beber y comentando sus movimientos.
Pedro marca y nosotros celebramos con modestia, más con un "ya iba siendo hora" que con un "lo que hemos conseguido!", porque desde Seattle, con permiso, todo esto se ve muy lejos y cuando se ve cerca sigue faltando al menos un centrocampista, probablemente dos.
A la salida del bar, Seattle sigue ahí, tumultuosa y en obras, atascada. Pocas señales de Kurt Cobain, por ejemplo, o de Eddie Vedder, o de Jimi Hendrix, o de Courtney Love, apenas los nombres de las ciudades donde vivieron en el camino: Aberdeen, Olympia, Tacoma... Dedicamos la tarde a descansar, que para nosotros se traduce en ver capítulos de Family Guy o Seinfeld o incluso algún documental de Michael Jackson. Nada de béisbol, hoy. John Kerry habla en el funeral de Ted Kennedy, pero nadie canta. Podrían haber hecho de Ted Kennedy algo así como el Rey del Senado y haber invitado a Eric Clapton, Elvis Costello, Bob Dylan... No sé, más espectáculo, esto es América.
Para cenar, damos una vuelta y entramos en un casino, fantaseando con la idea de gastarnos algo de dinero en la ruleta, pero no hay ruleta. Hay mesas de Black Jack y poker, eso es todo. Mesas ocupadas por gente de unos 50 años, en su mayoría borrachos, en su mayoría con la imagen de no tener el dinero que se están gastando o tenerlo solo esa noche. Los que a finales de los 80 tenían 30 años. El propio Cobain andaría ahora mismo por 42.
No desentonaría ahí. Tampoco Chris Novoselic.
Dejamos el casino tras una corta y triste vuelta. Es poco más grande que un restaurante, pero la decadencia es inmensa, una decadencia de décadas. Hacemos nuestra última cena en un diner de verdad, probablemente el primer diner auténtico de todo el viaje. Mañana vuelo a Nueva York e Inés habla de unos hoteles que alquilan habitaciones por horas en el JFK, para gente como yo que tiene distintos vuelos en un mismo día. Luego me pregunta qué nota le pongo al viaje, de 1 a 10. Yo digo 10.
Luego repasamos algunas cosas, sin demasiada extensión porque todo está confuso, reciente, solapado. Ella sigue hasta Texas, luego al Este de nuevo, vía Nueva Orleans y Georgia. Quedamos en volver al mismo bar mañana, a las 11, a ver al Madrid de Cristiano Ronaldo y Kaká y hacer luego un poco de turismo. Una manera de combinar los dos mundos e ir asimilando la vuelta incluso antes de que se produzca.
Esta tarde, he visto a mis amigos en una foto de Facebook y me he dado cuenta de lo muchísimo que les echo de menos.