Es preciosa. Seattle es preciosa, con animación callejera, con cafés europeos, con salmón y arroz en restaurantes frente al mar, con sus monumentos no demasiado excesivos y rodeados de parques de atracciones, con su monorraíl, con su pasión extraña por el soccer... Un colofón perfecto a 22 días de descubrir América.
Nada que ver con América, por otro lado. Todo terriblemente europeo, o, al extremo, todo terriblemente comedia amable de Nora Ephron y Meg Ryan.
La mañana empieza rodeados de fans del Toronto FC, que entendemos se han hecho unas 2500 millas para ver a su equipo empatar a cero contra los Seattles Sounders. Unos animan al Arsenal y otros al Manchester United, a partes iguales. Es raro, lo de levantarse y ponerse a ver fútbol, sin el ritual de la tarde-noche. Desayunamos mientras el Madrid juega razonablemente bien en ataque y desastrosamente mal en defensa pero gana, como siempre. Pasan los presidentes, los entrenadores, las estrellas, los millones... y el Madrid gana 3-2 con gol de Raúl.
Luego paseamos. Seattle tiene el encanto de la ciudad grande que en realidad es pequeña. Es lo suficientemente grande como para ser una ciudad, una ciudad de turistas, además, de locos gritando y rapeando por la calle, de asociaciones cristianas organizando conciertos en mitad de la calle pero es lo suficientemente pequeña como para poder ir del puerto a la Space Needle andando y con mucha calma, incluso parando para tomar un cafelito con croissant y mirar a un niño precioso de ocho meses jugar con su madre.
Ya no llueve. Here comes the sun.
La Space Needle es un engaño comercial al estilo Piccadilly Circus. Diría que peor. Es una torre alta, pero no demasiado, y con el típico ascensor que sube a lo alto para ver el mar desde arriba. Sin exageraciones. Aguja, sí, pero lo del espacio quizá le viene un poco grande. Nosotros damos vueltas, alrededor de las montañas rusas y las norias del parque de atracciones alrededor de la atracción y cogemos el monorraíl de vuelta, más por ejercer de turistas que otra cosa. El viaje dura tres minutos, ya digo, la ciudad es grande como para tener un monorraíl aéreo pero pequeña como para atravesar el downtown sin que te enteres casi.
Volvemos al puerto. El Pacífico delante. Puede que no sea el Pacífico en sentido estricto, sino uno de los lagos interiores que separan EEUU de Canadá. Da igual. Para nosotros es el Pacífico y es el final de este viaje. Coast to coast. Comemos en un restaurante con terracita y salmón. Muy rico. Nada grasiento. Europeo, diría yo.
Estoy agotado. No es un gran comentario, pero es así. Desde Nueva York y el JFK han pasado 23 días y se nota. Se nota todo, y cuesta casi mantenerse despierto y atento y subir escaleras y escaleras y cuestas y agota aún más pensar que en dos horas me voy para el aeropuerto, que en cinco horas vuelo para Nueva York, que en diez horas llego al JFK de nuevo con horario cambiado y al principio de la mañana, fin de la madrugada, y tengo que esperar doce horas más allí hasta que el lunes a las 7 llegue a Madrid.
Lo dicho, agota pensarlo. Así que mejor no hacerlo, confiar en Vila-Matas y en la maravillosa voluntad del instinto.