martes, agosto 25, 2009

Boise, Idaho


En Idaho no hay nada. Inés dice que en vez de vaqueros hay granjeros y cada tantos kilómetros hay algún recuerdo de la búsqueda del oro. Lo cierto es que granjeros, en rigor, tampoco hay. Ni granjas. Nada. Tan nada que han conseguido encontrar una nada bonita, volcánica, lanzaroteña. Una nada negra, de ensayos pre-espaciales, viajes a la luna, colinas enormes tras las que se esconden otras colinas enormes. El Craters of the Moon National Monument.

La vacuidad absoluta. Desde arriba, alguna montaña y el resto, verde o amarillo o rojo en millas y millas.

El encanto de las carreteras comarcales. Desde Chamberlain, más o menos, viajamos por carreteras comarcales que atraviesan pueblos que no existen. Pueblos idénticos: una gasolinera con tienda donde sirven algo de comida rápida, una main street con algún diner y algún motel no recomendable y un cartel verde a la entrada con la altitud del pueblo y su población, con suerte, 900 habitantes, normalmente menos.

En Idaho, ya digo, no hay nada y por supuesto no hay nadie que se haya quedado a verlo. Nadie por ningún lado. Atravesamos Hill City, marcada en principio en nuestro plan de paradas y con su propio circulito en el mapa Michelín de viaje y resulta que Hill City son tres granjas desperdigadas. Ni población ni altitud.

Hace mucho tiempo, comentábamos ayer mientras veíamos reposiciones y reposiciones de "Family Guy" en una habitación idéntica a esta e idéntica a la de mañana, que no se ven negros. Casi desde Minnesota. No se les ve. No están. Ni en South Dakota ni en Wyoming ni en Idaho. Ni en las tiendas ni fuera. No visitan parques nacionales. Los asiáticos, sí, pero los afroamericanos, no, y nosotros somos tan europeos que tardamos cinco días en darnos cuenta.

Pero nos damos cuenta.

En el motel de Boise, la capital del estado, 200.000 habitantes, hay un periódico que recomienda restaurantes por especialidad culinaria geográfica: comida americana, mexicana, china... vasca. Cuatro restaurantes vascos en medio de Idaho, es decir, en medio de la nada. Recuerdo entonces vagas noticias  de los gobiernos nacionalistas y sus relaciones con Idaho. Este tipo de relaciones. Es completamente imposible que aquí entiendan nada. Imposible. No del País Vasco, de nada. Ayer o antes de ayer, en una cadena un chico repetía que la evolución es un invento y que sólo existe Dios Todopoderoso creador de todas las cosas.

Una creencia bastante extendida por la Mountain Time.

La tarde se hace larga y decidimos ir al centro de la ciudad, aprovechando que esto sí es una ciudad y no un parking lot rodeado de Applebees. Entramos en unos multicines y compramos dos entradas para "Inglorious Bestards", de Tarantino. Durante dos horas es un peliculón tremendo y durante media hora -la final- es una exageración constante. Lo cual, por otro lado, es bastante Tarantino, también. Leí a un crítico decir que esta película deshonra su anterior producción, como si su anterior producción fuera inmaculada o como si el gamberrete de serie B no estuviera siempre preparado para montarla, incluso en "Reservoir Dogs".

La película no es una maravilla, sino que es irregular. La trayectoria supuestamente traicionada de Tarantino es de por sí irregular. Tiene que serlo. Es una filmografía hecha a base de caprichos y los caprichos por definición no siguen un patrón.

A la salida, Boise sigue ahí y para ponernos a prueba nos manda de nuevo a la carretera, como si ese fuera nuestro lugar natural, lo cual es muy posible. Sin embargo, a base de instinto y algo de memoria, conseguimos regresar y quedarnos. Nos quieran o no.