Llueve en Idaho. Llueve con ganas, de manera silenciosa pero violenta, vengativa. Llueve mientras Ramón intenta subir el Teton Pass a duras penas y mientras lo baja como un campeón, orgulloso, altivo, amarillo, Ramón. Alrededor, los bosques de siempre, con sus ríos y sus lagos. La exageración de belleza y el misterio estilo "Blair witch project". Estando aquí, entre pinos y caminos hacia ningún lado y osos y bisontes, se entiende. Se entiende la posibilidad de perderse y se entiende el pánico.
Algunas otras cosas siguen sin entenderse, pero bueno.
Anoche hubo fiesta en el sitio de acampada de al lado. Risas y vino. Hasta las doce y media, que Inés salió a pedirles por favor que se callaran, con su sonrisa habitual y ellos, con otra sonrisa, dijeron que vale y se callaron de inmediato. Me asombra la capacidad para resolver los problemas con dos palabras. Sólo dos palabras y todo solucionado. Que no? Supongo que entonces solo me queda retarle a un duelo, forastero, y el que gane, que apague el fuego.
La mañana es tranquila, claro. Es mañana de resaca de domingo y de nubes bajas y grises y a partir de Idaho, ya lo he dicho, es mañana de lluvia e incluso en el hotel es tarde de lluvia, una lluvia que, permítanme el tópico, lo limpia todo: el cansancio, las picaduras, la suciedad en sentido estricto. Una lluvia que nos mantiene en la habitación de otro de estos moteles extraños, moteles de lujo a 50 euros, rodeados de McDonald' s y de parking lots.
Así hasta la noche, que aquí empieza a eso de las 7. Los sheriffs beben coca colas en un cruce de semáforos. Nosotros pasamos por distintos restaurantes cerrados y acabamos en un McDonald's, donde un post adolescente nos desea con todo entusiasmo que tengamos una noche estupenda y que la disfrutemos.
Cenamos y paseamos de vuelta. Hay algo que no nos creemos y somos nosotros. Somos nosotros paseando por un parking lot de un motel de Idaho. No nos lo creemos, es decir, somos increíbles. Hablamos de nuestras antiguas parejas y hacemos números. A mí me sale un número con el que nunca habría soñado, lo que me recuerda un poco a The Killers otra vez, y su rollo "All these things I' ve done".
Hubo un momento, solo un momento pero que valió por una eternidad -otro tópico- en medio de aquel Grand Teton que era Constanza en el que me di cuenta de todo lo que había hecho. De todo. No darse cuenta en el sentido de poder resumirlo y contarlo aquí sino de sentirlo como algo propio: sentir las novelas, los relatos, los poemas, las obras de teatro, los cortometrajes, las entrevistas, los moteles, los festivales de cine, de música, los lagos, las montañas... como algo mío. Algo que me incluye, al menos. No las montañas y yo enfrente, sino las montañas y yo. No Idaho. Sino yo en Idaho, llegando al motel y poniendo "El diablo viste de Prada" otra vez, como cuando la veíamos juntos y yo intentaba besarte y tú, for reasons unknown, no es que te negaras pero tampoco mostrabas mucho entusiasmo.
Como si supieras que, tarde o temprano, iba a acabar convirtiéndote en un número dentro de una conversación con un McNugget en la mano.
Y eso no te gustara.
O sí.