Fuerteventura presume de tranquilidad y exotismo, pero a los ojos del madrileño su tranquilidad y su exotismo resultan inquietantes. Magnéticos, también, si se quiere, pero sobre todo inquietantes. El autobús de la organización sigue avanzando por el norte de la isla, de Corralejo a Puerto del Rosario, pasando por La Oliva. En el camino quedan múltiples edificios en construcción o derruidos. Fuerteventura carece de término medio. O no ha nacido aún o ya ha muerto y nadie se preocupa ni de enterrar el cadáver.
Están también las urbanizaciones fantasmas, las que nunca encontraron ni un solo comprador, con su supermercado vacío que no llegará a abrirse salvo que la crisis -¿qué crisis?- pase y vuelvan a la carga. La ambición no conoce límites.
Todo en Fuerteventura parece que está hecho por otros y para otros, como si los lugareños tuvieran suficiente con sus apartamentos unifamiliares, sus coches, su carretera única de dos direcciones, su horizonte infinito sólo taponado de vez en cuando por alguna montaña que envejece. Nadie se ha preocupado de reformar los edificios históricos que están en ruinas pero nadie se ha atrevido tampoco a tirarlos del todo. Se quedan ahí, para el visitante, con sus carteles electorales del PP, colgados todavía desde las pasadas elecciones generales.
Luego está la extrañeza de las distancias. No sólo las distancias en vertical con respecto al cielo -la tendencia al edificio de una planta, el miedo a una nueva Babel- o en horizontal con respecto a las montañas, sino la propia distancia entre urbanizaciones, apartamentos, centros comerciales... Según nos cuenta Miguel Díaz, el director del Festival, eso crea serios problemas de organización en detalles tan vitales como la recogida de basuras. En Fuerteventura, en el norte de Fuerteventura, al menos, no sólo es necesario el coche sino que uno se pregunta por dónde demonios sacar y meter el coche, de la carretera al apartamento y viceversa, cuando sólo hay un camino, cuando parece que las casas estuvieran literalmente perdidas en medio del desierto, de las dunas, sin escapatoria posible. Santiago de Lucas lo comparó con Tatooine, el planeta de la familia Skywalker. Puede que tuviera razón.
Quiero dejar clara una cosa: no es una extrañeza incómoda. No desde dentro de un autobús que va a ritmo lento, el agua a la izquierda, la arena a la derecha, la voz de Miguel explicando cada detalle de una isla que nos es ajena prácticamente a todos. Es una extrañeza que provoca curiosidad, que hace que fantasees con perderte por ese mundo inexplorado, que compres uno de esos apartamentos fantasma que se siguen vendiendo a 100.000 euros la unidad y te quedes ahí, sin saber muy bien qué hacer.
Por ejemplo, Unamuno. En Puerto del Rosario, visitamos su casa-museo. Unamuno estuvo exiliado durante unos meses de 1924 por orden de Miguel Primo de Rivera. Es fácil distinguir al filósofo en todas las fotos colgadas de las paredes, incluso cuando está subido en un camello: es el del gesto melancólico. "Imagínense Fuerteventura hace un siglo", nos explican para justificar esa melancolía y defender la realidad vigente.
Sólo que la realidad vigente, ya digo, nos resulta igualmente sorprendente y hasta cierto punto melancólica: es un mundo con infinitas caras desconocidas, escondidas y sólo una que se da abiertamente al público. La sonrisa para el turista con sus supermercados Spar, sus esculturas y sus bares llamados Waikiki o Kiwi, con DJ´s ingleses, holandeses, alemanes, con camareros que no entienden español y un montón de caras rosas sobre polos chillones. No es fácil ver a alguien de Fuerteventura en la noche turística. Ellos van a otros lados y uno se siente tentado de preguntarse: ¿adónde?
"El presidente del Gobierno va a hacerse una foto con nosotros", dice Miguel, un tipo que parece capaz de conseguir todo con una sonrisa, un tipo que le importa lo que hace y eso marca una diferencia. Y el presidente del Gobierno (canario) nos saluda a todos: los cortometrajistas y sus vigilantes, y posa junto al alcalde y el presidente del Cabildo (cuántos cargos para tanta parálisis) y nosotros sonreímos, claro.
El Estado es un sensor
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*por Yaiza Santos*
Enumeró, en contra de su costumbre, lo que hasta ese momento había
declarado el señor Víctor de Aldama ante el juez. Por ejemplo los p...
Hace 11 horas