Treinta años, una buena parte de mi vida relacionada con la música y sus autores y ayer fue la primera vez que me pasé por Libertad 8 a ver un concierto. La torpeza de las primeras veces: preguntar a un camarero, pedir prestada una silla, colocarme en primera fila, donde el cuello te cruje al mirar hacia arriba...
Pero merecía la pena, porque era Luis Ramiro, y está claro que Luis Ramiro y Marwan son ahora mismo los cabecillas del circuito madrileño, y si están ahí es por algo.
Aunque a mí Ramiro me gusta más en eléctrico que en acústico. Por supuesto, es un excelente letrista. Tan excelente que a veces da un poco de rabia que malgaste versos en Rouco Varela. Empeñarse en matar a un dios que ya lleva un siglo y medio muerto es un empeño casi adolescente. Quizás sea verdad lo que le dijo Lewin y Luis tenga mucho de adolescente todavía, ese empeño en que a los demás les guste lo que hace, en constatar después de cada canción que esa canción también es buena.
Nadie puede culpar a un grande de preocuparse por su sombra. Luis Ramiro es a la vez egocéntrico y tímido. Esa variante suele darse muchas veces. Inseguro y bravucón. Sus canciones hablan de amor, como las de todos, por eso ganan con banda y gran escenario. El amor íntimo hay que dejarlo atrás, al menos a mí me incomoda. Si hay que hacer las cosas hagámoslas por todo lo alto.
Así, Luis Ramiro, de pie en los escalones del mini-escenario de Libertad, cantando sin micrófono, como le gusta a él, recreándose en canciones "desconocidas" -como si su público no lo conociera todo ya- e intercambiando elogios con "el Líder". Creo, y espero que nadie se moleste, que Luis Ramiro es el más grande de los cantautores. Tan grande que debería quitarse esa etiqueta y enfocar su talento. Puede que lo esté haciendo ahora mismo.
De momento, ha enviado un montón de abogados contra su discográfica y sólo piensa en sacar ya su segundo disco. Eso, desde luego, es algo.
(Foto, cortesía de Isa Montalvo)