Trabajando en un periódico digital -aunque dudo que los periódicos digitales tengan la exclusiva- descubrí que lo que vende es el odio. No hay más que ver las páginas de política. Prácticamente todos los programas de éxito, y en eso destacan sobre todo los llamados "programas del corazón", se basan en el odio y un odio muy concreto, señalado, retransmitido, bombeado, con líneas de suministro siempre abiertas.
Así, Hamilton y Alonso.
Salida del Gran Premio de Brasil vista desde un bar de la Plaza de Perú lleno de aficionados. Hamilton se ve bloqueado por Massa y Raikkonen y no puede evitar que Alonso le adelante por su izquierda. En la siguiente curva intenta subsanar su error y comete otro más grave: acaba saliéndose de la pista y atraviesa la intemperie en una soledad absoluta. Algarabía, gritos de júbilo... Ni una sola palabra sobre Alonso, todo centrado en "el otro" como elemento de escarnio.
Publicidad. Los chicos del equipo tomamos nuestras cervezas y coca-colas y en un minúsculo recuadro se entrevé un McLaren que se detiene. No es Alonso. Vuelven los gritos, a los que nos unimos -el odio tiene una gran ventaja: funciona en solitario y en comunión-, Hamilton se ha quedado sin coche nada más empezar la carrera y pierde posiciones hasta quedar al final del grupo.
Por delante, Alonso no tiene nada que hacer. Todos lo sabemos. Nos da igual. No hemos venido a ver ganar a Alonso. A muchos, Alonso ni siquiera les cae bien. Hemos venido a un rito de vudú contra el enemigo y el enemigo se arrastra por la pista, intentando solucionarlo todo en un ataque de rabia. Supera pilotos, cambia estrategias, se acerca a los ocho primeros y acaba séptimo.
No le sirve.
El comentarista grita, el analista grita, los chicos gritan, en Oviedo la gente se baña en las fuentes. Alonso ha quedado tercero, pero la ofensa ha sido reparada. Venganza. Hamilton ha perdido el Mundial y eso quiere decir que tenían razón: que deberían haber apoyado a Alonso desde el principio. Los medios deportivos no pueden contener su euforia. Todos somos finlandeses en un ataque de voluntad.
"En Inglaterra les ha dado igual", llegan a decir, victoriosos. El odio en Inglaterra es una cuestión menos extendida. Inglaterra se resume en una frase de David Hume, aunque fuera escocés: "Pensar en todas estas circunstancias (que no exista el yo, que nuestra conciencia no sea más que un haz de percepciones) me podría llevar a la locura y la esquizofrenia, así que cuando esto me pasa, llamo a mis amigos y nos ponemos a jugar al bridge".
Los ingleses seguían bebiendo cerveza en sus pubs. Sus periodistas supongo que también respiraban aliviados: la cosa estaba empate, podían volver a los McCann.
El caso McLaren es un caso sin solución posible, una trama de afectos: los mismos que dicen que Alonso debería haber tenido trato de favor por ser campeón del mundo deberían aceptar que Hamilton podría haber tenido ese trato de favor cuando lideraba con 15 puntos de ventaja. La indecisión fue la clave. Y el odio se ceba especialmente con los indecisos, esos pequeños hombres problemáticos.