miércoles, marzo 25, 2015

La muerte de Pedro Reyes



A Pedro Reyes lo ubico en el dúo "Pedro y Pablo", primeros recuerdos de infancia que no son tales sino ecos de los recuerdos de mis padres. Creo que salía en La Bola de Cristal, justo cuando a Pablo Carbonell le dio por dedicarse a la música y Pedro Reyes se quedó algo solo, a los veintipocos años, buscándose la vida por salas y televisiones hasta que lo rescataron para el "Pero, ¿esto qué es?". A partir de ahí, una fama que no tenía nada que ver con mis recuerdos heredados. Creo que nunca lo dije pero el Pedro Reyes de los noventa ya no me hacía ninguna gracia y si no lo dije fue porque no quería amargarme la infancia.

En casa repetíamos mucho aquello de "Manolo Pieza, vete a la mierda", por un sketch que tienen algo más arriba, en vídeo, al que le falta precisamente la última frase. ¿Qué puedo decir? También nos hacía gracia Martes y Trece y podíamos pasarnos todo el año esperando el especial de Nochevieja y luego en Año Nuevo volver a verlo y recordar gag por gag la hora y media de programa, Josema Yuste imitando a Lauren Postigo.

Éramos un público de lo más agradecido.

De "Pedro y Pablo" se puede decir que fueron una especie de "Faemino y Cansado" tempranos, con sus propias actuaciones en el Retiro, pero, sobre todo, creo que encarnaban de alguna manera esa locura estética que fueron los ochenta. Una década de toreros muertos y de monologuistas absurdos que después tantos han intentado imitar. Muere Reyes con 53 años, una edad que me sorprende porque yo creí que era mayor, que aquel chico alto de pelo como mi padre no podía tener solo veinte años cuando le vi por primera vez.

Quizá lo que más nos fascina de la transición y la "Movida" a los setenteros y puede incluso que esa sea la razón por la que hemos llamado a todo eso "Cultura de la Transición" y nos lo queremos cargar cuanto antes, es que con veinte años pudieras tener éxito haciendo lo que querías. Alguien puede decir que ahora es incluso más fácil y que para eso está "La Voz Kids" o "Masterchef Junior" o incluso el Castilla, si eres danés... pero tengo dudas de si en ese caso no estás haciendo, letra por letra, lo que otro mucho más poderoso quiere que hagas.

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David Sardinero me invita a la fiesta del 30º aniversario de "Gigantes del Basket". En casa nunca ha faltado esa revista: ni cuando era un niño, ni de adolescente -salía los lunes, luego los martes para dar tiempo a los partidos del domingo- ni incluso de universitario cuando me suscribí un año entero y bajaba cada jueves al buzón a ver si había llegado por fin, junto a "Claves de razón práctica". Veinte años después de todo eso, yo estoy en la gala y estoy como colaborador, que no es poca cosa. No voy a decir que escribir en Gigantes siempre haya sido mi sueño pero puede que fuera uno de ellos. A mi alrededor, Pablo Laso, Sergio Rodríguez, Iñaki de Miguel, Alberto Herreros, Alfonso Reyes...

Me gustaría que el niño que fui con catorce, con quince años, me diera dos hostias y me recordara dónde he llegado. Jamás lo hubiéramos imaginado entonces, ¿verdad? Tiempos en los que encontrarse a Cvjeticanin saliendo del Magariños ya era razón suficiente para alegrarte el día. Sin embargo, no consigo llegar a esa sensación de plenitud, de objetivo cumplido, porque una vez llegas aquí, la cima te la ponen en cualquier otro lado.., y así voy yo por el Atresmedia Café, detrás de Pablo Martínez, otro de mis ídolos juveniles, persiguiendo periodistas y jugadores y sintiéndome como Kenneth Branagh en "Celebrity", aquella película de Woody Allen en la que un periodista acosaba a Leonardo Di Caprio a lo largo de una noche llena de modelos y actrices incipientes como Charlize Theron, intentando venderle el guion para una película.

Branagh era un hombre desesperado, o por lo menos parecía un hombre desesperado al borde de los cuarenta, y aquella multitud de poderosos y aspirantes, incluyendo al propio Allen detrás de la cámara, le miraban con algo parecido a lástima, simpatía, "a come on from the whores on Seventh Avenue". Así, yo, en un bar con nombre de grupo mediático, vendiéndome al mejor postor convencido de una vez de que somos poco más que mercancía, confiando en que nadie se dé cuenta de que lo mismo incluso está caducada.