lunes, marzo 16, 2015

Medina del Campo III. Todos están muertos


Son las once y media de la noche de un domingo y el Auditorio no está lleno pero casi. Supongo que entre semana el entusiasmo se reducirá pero me parece prodigioso que tantísima gente esté dispuesta a acostarse hasta la una y media como poco solo para ver una película que, por otro lado, pueden ver en su casa gracias a Filmin. Todo sea por retrasar el lunes. El corto previo, el de Javier Fesser, ha gustado mucho y el público está con ánimo de humor, de risotada, de sonrisa inocente cuando menos... pero "Todos están muertos" les da muy poco de eso y les mete en un universo turbio que hace la noche un poco más larga.

Empecemos por partes: la fascinación de los treintañeros por los años ochenta es curiosísima. Supongo que en parte echamos de menos la sencillez aparente de esa década. Una sencillez melódica, una sencillez vital, un hedonismo constante cuyas consecuencias las veríamos más tarde, cuando ya éramos adolescentes. Aparte, claro está, hay que sumar la experiencia propia: para nosotros, a los cinco o diez años, todo era facilísimo, ¿cómo no volver una y otra vez a ese momento mágico de sintetizadores y ropa arrugada? Me apasiona el concepto de "elegancia" que manejaban casi todos los protagonistas de la época. La importancia de la estética y a la vez la convención de que la elegancia dependía de uno mismo y no de Zara y por lo tanto había que inventársela. Inicios de Radio Futura, ya saben.

En "Todos están muertos", esa elegancia ya se ha perdido con el cambio de década. Es la resaca de una fiesta que ha acabado mal. Sanchís no hace concesiones, además. Sin llenar este post de spoilers baste con decir que todo el mundo es infeliz o lo parece. Algo muy noventero, si lo piensan. La sencillez se acabó para siempre y en vez de hacer un "Promoción fantasma", con Alexandra Jiménez intentando ella misma volver al pasado, Sanchís dibuja a una Elena Anaya que parece Iván Zulueta en sus últimas imágenes antes de morir: encerrado en casa, con la bata siempre puesta, la madre recogiendo lo que su hijo va dejando por ahí...

Por lo demás, ya digo, muchas cosas turbias y no siempre justificadas, como si el metraje se quedara corto para la idea inicial y hubiera que soltar bombas de repente, desde el aire. No fue un tiempo perdido, en absoluto, pero es posible que más de uno saliera del cine confuso. Yo, desde luego, lo hice.

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Antes de "Todos están muertos", la sueca "Fuerza mayor", una de esas típicas películas por las que uno va a un festival, con su lentitud, su precisión, sus actores completamente naturales, sin sobreactuar en ningún momento. Yo creo que en España hay actores y actrices excelentes; lo creo de corazón pero probablemente tengan demasiada prisa. La actuación en España se ha convertido en una lucha por el estatus y el no desaprovechar la oportunidad que hace que demasiados actores parezcan nerviosos en sus interpretaciones, como si aquello fuera una serie y tuvieran que grabar tres capítulos al día.

En "Fuerza mayor", al contrario, todo va a un ritmo creíble. Cuando la pareja discute, discute; sin grandes frases, sin grandes aspavientos, como lo haríamos cualquiera de nosotros. Cuando es feliz, es feliz; con las reservas de los nórdicos, esa distancia que siempre dejan con la realidad, ese escepticismo. Por lo demás, la película es dura porque ver a un matrimonio con hijos venirse abajo en cinco días de vacaciones es duro. Sobre todo cuando tú mismo está casado y tienes un hijo y no puedes evitar pasar la película repitiéndote: "Dios mío, ojalá eso a mí no me pase nunca".

Así que, por si acaso, nada más salir intento hablar con la Chica Diploma, solo que la Chica Diploma está agotada y a punto de acostarse -el Niño Bonito ha estado más bruto de lo habitual y ha terminado cayendo redondo él también- y solo podemos enviarnos mensajes recordándonos lo mucho que nos queremos y nos echamos de menos, llenando nuestra vida de emoticonos, algo que en Suecia, sinceramente, no sé si se hace mucho.

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Al llegar de madrugada, me pongo a repasar otras estancias en Medina. Nueve años dan para mucho. Me gusta leerme en 2009. Nunca pensé que en 2009 yo hubiera sido tan feliz, tan ligero, tan capaz de actualizar el blog dos veces al día y maravillarme tanto por la soledad de las sesiones vespertinas como por las visitas de los distintos cortometrajistas que iban pasando mientras yo me quedaba aquí, encastillado en La Mota. Aquellos diez días los califico desde el principio como "una huida" y a lo largo de las páginas no solo aparecen Álex Montoya o Víctor Clavijo sino que hay una reseña casi puntual de cada corto, cada largo y cada video-clip que me trago con entusiasmo.

Seis años más tarde, da miedo pensar cómo ha cambiado todo: ya no trabajo en la Escuela Oficial de Idiomas, estoy casado, tengo un hijo, mi trabajo -o su ausencia- me agobia en exceso, las películas pasan y quedan solo las más destacadas... la sola idea de meterme a la una de la madrugada en un bar a comentar la jornada me provoca espanto. Ayer, de hecho, estuve a punto de mandarle un mensaje a Emiliano para ver si andaban por ahí a esas horas, algo perfectamente factible. No lo hice. Hace seis años lo habría justificado con un "no quería molestarle", hoy lo hago con plena conciencia de que a quien no quiero molestar es a mí.