sábado, marzo 14, 2015

Medina del Campo 2015. I. Not the end


Son nueve años con sus nueve viernes de estreno y sus nueve sábados de gafas de sol y miradas gachas. La ilusión de tantos y tantos equipos de producción y rodaje que se plantan en Medina del Campo desde la nada, a menudo desconociendo el cauce vacío del Zapardiel, el frío de la plaza de Segovia, la noche en el Coco´s o el Logan o el Flanaghan... Este año les ha tocado a "Los últimos días del cine", de Christopher Downs y a "Yo, presidenta", de la entusiasta Arantxa Echevarría. Las mismas risas nerviosas, la misma algarabía en el autobús, la misma euforia liberada...

Son dos buenos cortos. No excelentes, pero buenos. Como bien sabe Álex Montoya, miembro del jurado y cuyo parecido con Santi Balmes tarde o temprano aparecerá en alguna de nuestras conversaciones, a mí los halagos me cuesta regalarlos. Por supuesto, yo podría unirme a la fiesta de elogios y adrenalina, pero lo hago con cuidado, a mi manera, desde una distancia: están bien y eso no es poco. "Los últimos días del cine" habla de un padre idealista que no se entiende demasiado bien con un hijo tímido y algo cínico. El padre muere y el hijo se queda recogiendo los pedazos. Obviamente, me emociona.

"Yo, presidenta" abusa en ocasiones del "gag" pero no creo que sea nada que la directora no busque. Es agradable, divertido y tiene varios momentos brillantes, de dar en el clavo. Sabrina Praga está magnífica, como lo están Olga Alamán y Olivia Delcan en el otro corto, las tres dando vueltas por las bodegas con cara de no haberse situado aún en la ciudad, el festival, la madrugada. Con todo, y dentro de una selección de momento bastante irregular, el corto de la jornada ha sido para mí "Not the end" de los hermanos Esteban Alenda. Es arriesgado, como siempre, tanto en la temática como en la técnica, pero lo resuelven con su maestría habitual. Una historia de amor, por supuesto, porque fuera de las historias de amor solo hay dioses y bárbaros, pero una historia de amor que te mantiene enganchado durante media hora, como si tú fueras uno de los protagonistas, como si fuera tu hombro el que María León usa para apoyar la cabeza en el autobús.

Lo que siempre le hemos pedido al cine, vaya, que nos convierta en lo que no somos durante suficiente tiempo como para que lo que somos adquiera valor de nuevo.

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Jaime dice que uso la paternidad como excusa para todo. Realmente es un comodín fabuloso, incluso cuando tu hijo y tu mujer están a ciento cincuenta kilómetros, pero es que además ser padre es algo que va más allá de la biología. Es un estado mental, una cierta tranquilidad, una pose del que pierde miedo porque sabe que tiene que proteger a la criatura y surgirán problemas y habrá que solucionarlos. En Madrid me he sentido así muchas veces y en Medina, aún más. Confiado. Sí, deprimido muchas veces y sobrepasado casi siempre, especialmente al final del día, pero confiado de una manera instintiva, como si las cosas que tuvieran importancia fueran menos y menos, por tanto, los peligros.

Luego están las necesidades, claro. Yo he venido a Medina sin necesidades y eso se tiene que notar. Sin necesidad de agradar, sin necesidad de conocer, sin necesidad de las tres de la mañana. Cuando el autobús nos deja cerca de la Plaza Mayor, no me uno a ningún grupo ni confío en que Eduardo nos lleve a ninguna fiesta, sino que me limito a caminar lo más rápido que puedo hacia el hotel, bajo cero en la vieja Castilla y solo un jersey con una chaqueta de entretiempo. Los planes, mejor de día. En un rato, charla en el Balneario de Las Salinas. Esta tarde, quizá, cortos con la Chica Velvet, a quien habrá que cambiarle el apodo según ella va cambiando de serie.

El mejor momento quizá haya sido cuando al final del pase de las cinco, Santiago Zannou, Álex y yo nos hemos puesto a mear en tres urinarios en fila, como en las películas. Un sentimiento de adolescencia y trivialidad algo perdidos. Una concesión, si se quiere, porque halagar películas me cuesta, de acuerdo, pero adaptarme a la gente me va costando un poco menos.

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Me tomo un bocadillo en el Restaurante Madrid y ceno en la hamburguesería "Segovia, 8", nada que mi mujer no se esperara con cierto pánico. En este último sitio me pasa algo raro: está vacío y de hecho, cuando entro, un grupo sale, hasta el punto de que acabo preguntando a la camarera: "¿Estáis cerrando?" y la camarera me mira como si estuviera loco, como si no supiera que es viernes y son las nueve y media y el baile está a punto de comenzar. "Segovia, 8" con sus hamburguesas gigantes, hamburguesas de otros tiempos, de 2007 o 2008, cuando venía con Mar y "los lolitos" a trabajar o al menos intentarlo.

Hago una foto al "Flanaghan" y la cuelgo en Facebook. Marian recoge el guante y cita a los Pixies, Cristina sonríe en la barra del bar, todo es terriblemente entrañable y lo sería aún más si estuviera aquí la Chica Diploma con el Niño Bonito. Poder decirle a Álvaro: "Mira, esta es nuestra otra casa" y señalar el Hotel La Mota e incluso corretear y jugar al fútbol con él en la plaza mientras los cortometrajistas madrileños van copando las terrazas.

En "El norte de Castilla" me encuentro unas declaraciones sorprendentes de la alcaldesa. Está fascinada por lo mucho que se conoce el festival en Madrid. ¿De dónde se cree que salen casi todos los cortos? Uno viene aquí y se siente por un fin de semana en Malasaña, en Lavapiés, en Matadero... Una de las películas de ayer, "La voz del agua", consiste precisamente en eso: un madrileño que pasea por su ciudad intentando olvidar el dolor crónico. De Malasaña a Noviciado, de Noviciado a Príncipe Pío, de Príncipe Pío, un poco por arte de magia, a la entrada de Planetario por Méndez Álvaro y luego ya Palos de la Frontera y el hospital Gregorio Marañón.

El placer de mirar tu ciudad cuando tu ciudad queda lejos. Echar de menos, ya digo. Pasear con el paseante y perderte en ti mismo. Luego salir a la oscuridad. Inés nunca olvida.