domingo, diciembre 07, 2014
¡Somos el primer equipo de Madrid!
La última vez que le ganamos al Real Madrid fue un 11 de diciembre de 2011 y lo recuerdo tan bien porque la noche anterior fue la primera que la Chica Diploma durmió en mi casa. Aquella mañana de leche de soja y zumo de naranja y canciones, muchas canciones, para desayunar. Todas las canciones de los años de soledad. Fue un partido que iba para paliza madridista y acabó en naufragio, un poco como lo de hoy. La gente se volvió loca pero a final de temporada descendimos y celebramos nuestro descenso, que fue algo precioso, y cuando nos lo quitaron en los despachos algunos nos sentimos incluso robados. Se había abierto la gozosa posibilidad de empezar de cero y nos la quitaron de las manos.
Desde entonces, mi relación con el Estudiantes ha sido intermitente. Yo creía en el "buenismo" hasta que vi cosas muy feas; entonces, sin narrativa, sin estética, la competición se me hizo más complicada. Tantas deudas, tan pocos canteranos... y todo para luchar por ser decimoquintos en la clasificación. Para eso, mejor Los Barrios o Lleida o Burgos con los chavales y quedarnos ahí, viéndoles crecer para que se vayan luego al lado oscuro, qué remedio queda. Lo que aún me emociona, más cuando le ganamos al Madrid, son esas imágenes de la grada, de los chavales de 15 años abrazándose eufóricos, ya sabedores de que ese partido es el más importante del año, como lo era en los 50, en los 60, en los 70... Estoy escribiendo un libro para esos chavales, pero me temo que no lo comprarán nunca o les aburrirá soberanamente: no hay buenos ni malos, solo dos equipos que se necesitan de maneras muy distintas.
Intentar mantener el pique, la euforia... sin caer en maniqueísmos. Una receta perfecta para el fracaso comercial.
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Luis Enrique sale en rueda de prensa y dice que si se van a echar a los aficionados que insulten, los jugadores se van a quedar solos en los estadios. Es una verdad como un templo. Políticamente incorrecta porque de una semana a otra se ha decidido que no se puede ni faltar al respeto al contrario, pero verdad al fin y al cabo. Lo que el mundo es y lo que yo quiero que sea. La falacia naturalista, que nos explicaban en la carrera de filosofía. En otra sociedad, en otra tradición, quizás eso fuera posible: aficionados que van al campo de fútbol y no insultan al rival ni al árbitro sino que hacen crítica constructiva, eso que tanto le gusta a mi esposa. Desgraciadamente, es demasiado tarde. Cuando uno busca "Luis Enrique", sin ir más lejos, en Google, el primer nombre que aparece es el de Amunike.
En el fútbol hay insultos. Todo el rato. Los insultos suelen empezar hacia el equipo contrario, luego se dirigen al árbitro y si la cosa va mal terminan con el propio equipo, que siempre está formado por peseteros, mangantes, vagos y borrachos cuando pierden.
En la Copa Colegial, que es una competición pequeñita, de colegios privados y pabellones controlables, estamos intentando hacer algo parecido y nos parece utópico. Para todos es muy importante, y cuando un insulto se oye muy alto, tan alto que llegamos a oírlo en el parqué, paramos el partido directamente. Ahora bien, el deporte profesional es otra cosa: un mundo sucio, asqueroso, lleno de trampas, de odios, de competitividad malsana y con un montón de buitres alrededor jaleando cada disputa. ¿Vamos a pedirle ahora al aficionado que olvide todo eso y homenajee a Messi en el Bernabéu, a Cristiano en el Camp Nou? ¿Un aplauso cerrado cada vez que el marcador del Pizjuán anuncie una victoria del Betis; bien jugado, chicos?
La lucha contra la violencia es larga y hay que tomársela en serio. Pensar en medidas así, que no durarán más de una semana, es precisamente la mejor manera de demostrar que van a por el "lo intentamos" más que por el "lo conseguimos".
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Un globo. Eso es lo que recuerdo. Un globo violeta, brillante pero no muy brillante. Un globo que yo defendía subido a los hombros de alguien, puede que fuera mi padre, puede que fuera mi madre, o mi tío Pancho o, más improbable, mi abuela. Un globo de aquellos de gas, que volaban en cuanto los soltabas y ya no los volvías a ver. La mayoría de los niños cuando compran un globo así lo que quieren es precisamente verlo volar, quedarse fascinados ante aquel objeto que sube y sube hasta que se pierde de vista. Yo, al contrario, quería retenerlo, hacerlo mío, combatir los choques y empujones de la Plaza Mayor en el previo de Navidad, un puente como este. Un globo que para mí lo era todo cuando no podía tener más de cinco o seis años, puede que incluso menos.
Algún día ese globo lo tendrá mi hijo en sus manos y no sabemos cómo reaccionará: puede que lo recuerde treinta años más tarde y puede que lo olvide al instante y el infierno del centro en pleno puente de la Constitución acabe en una excursión completamente baldía. Hasta ahora, Álvaro se ha mostrado bastante imprevisible. Con todo, si hoy han estado ahí o van a estar mañana y les ha parecido horroroso, piensen que al menos lo intentaron y que quizá solo eso mereció la pena: su hijo agarrado a cualquier tontería que ustedes ya conocen y les parece eso, una tontería.
Pero que para él, que no conoce nada, es lo más hermoso del mundo.
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Mi artículo de ayer sobre Pablo Iglesias gustó mucho. Especialmente entre los votantes de Pablo Iglesias. Este rollo raro que tengo yo con Podemos me va a acabar volviendo loco. Sin embargo, este artículo de Juan Manuel del Álamo es mucho mejor.