martes, diciembre 16, 2014

Borges, el hacedor



De repente, me dio por devorar todo lo que encontrara de Borges. Rachas compulsivas: antes me había pasado con Cortázar -como ven, fui un cliché andante- y después me pasaría con Nietzsche y Ortega. Cuando a uno le dan estos arrebatos lo normal es que acabe desencantado pero no fue el caso. Lo bueno de Borges es que pone tanta distancia que tampoco tienes muchas posibilidades de enfadarte, siempre da la sensación de que él no está ahí y desde luego no va a contestarte, ni siquiera por gentileza..

Creo que lo primero que leí fue El Alelph y luego toda la colección de Alianza de bolsillo, aquellos libros azules y delgados que te podías llevar a cualquier lado y que hoy estarán cogiendo polvo en el chalet familiar. Leí las Ficciones y el Bestiario y me llevé la Historia Universal de la Infamia para leerla en el vuelo que me llevaba a Toulouse para ver a la Chica Langosta; aquel vuelo en el que las turbulencias y el sueño hicieron toda lectura imposible. La impresión de los Pirineos tan cercanos, entre la niebla, acechantes como buitres.

El libro que más me marcó, sin embargo, fue "El hacedor". Supongo que es el típico libro que le hace sentir  especial a todo el mundo: todos nos fijamos en él y cada uno cree que es el único. Siempre le tuve un especial cariño a la poesía de Borges porque me gustan los tipos con fisuras. Los tipos duros, irónicos, distantes, que viven en un siglo que no es el suyo y lo tratan con un profundo desdén... pero que en el fondo saben que podrían haber sido más felices y de vez en cuando incluso se lamentan. 

En 1999, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, fui a un seminario que daba Savater en la Casa de América. Para entonces, yo era todo un experto: había leído biografías, entrevistas, prólogos de prólogos... De aquellos días no recuerdo mucho, solo una cierta sensación de que a Savater no le gustaban las preguntas, como si le dieran miedo. Un hombre al que le han preguntado muchas tonterías es un hombre que se acaba acostumbrando a responder obviedades. El resto lo olvidé, como olvidé los tigres, los espejos, el oro, la casa de Argentino Daneri o el imposible relato que escribí mezclando mis dos pasiones de aquel momento y que se llamaba "Martin Kölnsberg, continuador de Böll". No olvidé nunca a Matilde Urbach, sin embargo. De hecho, sigo pensando que Matilde Urbach es un excelente resumen de mi vida.

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Como una cosa lleva a la otra, recuerdo ahora el día que me dio por defender en clase a Savater por salir en "Compañeros". Madre mía, la que le estaba cayendo. Creo que en toda la carrera di la nota tres o cuatro veces, no más, y casi todas en el último año. Una vez negué el principio de identidad y a Romerales casi le da un mareo. Otra, ya lo conté aquí, negué el marxismo como única salvación posible del ser humano... y su derrota como hundimiento definitivo de la especie. La tercera fue esta de Savater -ya, lanzado, me decidí a defender también "El libro de Sofía", estupendismo a la inversa- y la cuarta se dio cuando el nieto de Unamuno se puso a meterse con Ortega a propósito de una exposición que habíamos hecho en clase de Historia del Pensamiento Español.

El nieto de Unamuno contra el bisnieto del general Berenguer, aquello tenía tintes tremendistas.

Luego lo arreglamos en el Cercanías, pero para aquel hombre todo Ortega se reducía a la visión de Gregorio Morán, ese gran agitador. A mí no me parece mal Morán pero un mundo visto solo desde su perspectiva es sin duda un mundo excesivo. Lo que me fastidiaba era que aquella fuera la única clase de una carrera de cuatro años en la que se estudiaba a Ortega y se le quisiera ventilar como un colaboracionista del franquismo, igual que a Heidegger lo machacaban una y otra vez por su discurso de Friburgo. La única asignatura, ya digo, y el profesor titular ni se presenta a la exposición. El nivel era ese. Y ahora, si quieren, hablamos de Errejón.

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Charlie Skinner. Esto es, hasta cierto punto, un spoiler sobre el final de The Newsroom así que no sigan leyendo si no están seguros. Charlie Skinner y lágrimas como ríos. Esta estúpida sensibilidad de reconocerse en cada Don Quijote. La lucha por lo imposible cuando lo imposible merece la pena. Nunca en exceso pero sí a veces; sí, desde luego, en el periodismo. 

La pregunta obvia: ¿Cómo criaría Don Quijote a su hijo?, ¿por qué clase de mundo le guiaría? Mi modelo de padre es el de "La carretera", de McCarthy, que también podría haberse traducido como "El camino" y no habría pasado nada. Todas las preguntas acerca de la moral contestadas con un sobrio "Porque nosotros llevamos el fuego". Ojalá una realidad en la que esa respuesta sirviera para cualquier pregunta y se entendiera. "Llevar el fuego", esa sensación de que toda la redacción de la serie llevaba el fuego y en el fondo se lo tomaban tan en serio que acababan pareciendo unos gilipollas. Salvo precisamente Charlie y Will McAvoy. Quizá Sloan Sabbath, pero igual no soy muy objetivo al respecto.

El riesgo, evidente, de convertirse en un padre gilipollas. Quijotescamente gilipollas. Rodear al Niño Bonito de molinos para que cuando vea gigantes se asombre por sí mismo.