Era la época en la que me presentaba a premios literarios y, como todo escritor novel, lo hacía al peso. Una tarde me llegó una carta desde Constantí, Tarragona, un pueblo que por supuesto no conocía. Organizaban algo llamado "Historias de vida" y combinaban la publicación en catalán y en castellano. El premio no era otra cosa que la publicación conjunta de los relatos pero a mí me hizo la misma ilusión que si me hubieran dado diez mil euros. Quizás un poco menos.
Mi historia de vida, además, no tenía nada que ver con Tarragona y me impresionaba que les hubiera podido interesar. Mi historia de vida era la historia de un chico y una chica que van a un concierto de Jorge Drexler en Galileo. Se gustan. A él le gusta ella, al menos, y juntos van pasando estaciones, miedos y sonrisas hasta que en el bis, Drexler se decide a cantar la canción que da título a este post y todo el mundo aplaude arrebatado. Después, los chicos bajan al metro de Canal, se paran en Cartagena, andan un rato por el barrio de Prosperidad y al final se separan en el portal de ella, con la M-30 de fondo, calle Santa Hortensia.
Como ven, vida hay mucha pero vida de Constantí, no especialmente. Mi otro gran premio literario me lo dio una asociación cultural sevillana por un relato sobre la Universidad Autónoma de Madrid, así que no hagan mucho caso a los tácticos y escriban un poco lo que les dé la gana.
El caso es que la ceremonia de entrega de premios era un sábado y yo trabajaba hasta el viernes por la noche en una cadena de hoteles que me ofrecía una posible estancia en Cambrils, pero no tenía manera de ir desde Cambrils a Constantí y, sinceramente, no sabía qué distancia había entre lo dos lugares. La idea era ir acompañado por L., no solo porque fuera mi novia, que también, sino porque la chica del relato era ella y el chico del relato era yo. Lo extraño, lo verdaderamente extraño, y supongo que esto era sintomático de todo lo que vendría después, es que no nos dejáramos la vida por ir ahí y recibir ese premio juntos. Hoy, sin duda, con diez años más, lo habría hecho.
Mi jefa, sin ir más lejos, no lo entendía. Mi jefa no era la persona más simpática del mundo y no lo podía ser porque trabajaba en un call-center donde cada semana se despedía a cinco o seis personas. Así es difícil estrechar lazos y más que una jefa de equipo es fácil convertirse en una oncóloga, pero ella insistía: "Ve, te damos un día libre, tiene que ir".
No había dinero y no había ganas, supongo, y en la distancia me parece una pena. Las cosas con L. obviamente no fueron bien y no han mejorado mucho desde entonces. Eso también me parece una pena, por cierto. Días más tarde llegó a casa un libro con todos los relatos, incluido el mío. Se llamaba "Flores en el mar", como ya habrán supuesto. Pedí más y se los di a mi madre y a mi abuela. Este último lo dediqué con un "A la abuela de un futuro premio Nobel" y cuando lo leo, una década más tarde, no pienso en lo petardo y pretencioso que fui sino en lo mucho que quería a mi abuela, en lo que quise a L. y en la tremenda carambola de que la una pasara sus últimos días en una residencia, justo enfrente del portal de la otra, el portal del relato, mientras escuchaba el último disco de Jorge Drexler y veía España Directo.