Recuerdo una cosa del principio de todo esto. Es extraño porque yo generalmente las cosas las recuerdo al cabo de cuatro años y no de dos meses, pero esto debió de ser a finales de julio. Habíamos estado en La Luz, el oncólogo había dado su bendición al tratamiento y al día siguiente teníamos que empezarlo, previa autorización de Adeslas. Mi padre había venido desde Santander para la quimioterapia y yo tenía ese sentimiento de urgencia de "no puedo fallar, no puedo fallar".
Sensación terrible, si la reconocen.
El caso es que perdí el volante del médico. Ni siquiera sé cómo. Tenía que autorizar un volante que no existía. Rebuscaba entre los papeles y me quería echar a llorar. Los ojos se me cerraban de sueño y cansancio, horas de julio buscando carboplatino, y lo único que se me ocurrió fue volver mis pasos hacia atrás: mirar en cada escalón, en el portal, en la calle Churruca medio mojada por una tormenta de verano, la esquina con Apodaca, el camino por Fuencarral hasta el metro de Bilbao, incluso llegando a las taquillas. En la tienda de chinos, pregunté -había comprado algo, no viene al caso- y me miraron con una cara extrañísima, como quien ve a un fantasma.
Ese era yo: un fantasma. Vagaba por Malasaña en medio de la algarabía de las vacaciones ajenas y me machacaba con culpabilidades. La Chica Diploma me pedía paciencia, pero yo solo podía mirar a la acera e investigar restos de un papel que, por lo demás, estuviera donde estuviera, tenía que estar ya empapado y probablemente roto en pedazos.
El recuerdo es ese, simplemente se me ha venido en la cabeza, no sé por qué. Días de planta tercera y quimioterapia en San Francisco de Asís. Más papeleos. Sofás y camas y la alternancia de la enfermedad multiplicada por veinte habitaciones y la sonrisa de mi sobrina intentando comerse unos muñecos de trapo. Alfas y omegas. O al revés. El problema de todo esto es que en medio quedo yo y no sé muy bien qué hacer conmigo. Tiro adelante. Clases de inglés sacadas de la adrenalina. Llamadas a Lichis y a la hija de Saza. Emails a ex ministros y diputadas del Congreso.
Dicen que sigo temblando y gritando por las noches. Eso explicaría el cansancio del resto del día, llegando a límites de mareo y debilidad extrema que se van pasando según se acerca la hora precisamente de descansar. Eso lo explicaría, digo, pero por supuesto, yo, hipocondríaco acompañante de planta tercera, pienso en riñones, hígados, bazos, leucemias... ¿Y saben una cosa? Que llega un momento en el que ya hasta me da igual. Aprieto los dientes y para adelante. Hasta que sangre.
Cualquier cosa, siempre, hasta que sangre.