Durante ocho años, el talentoso francés Henri Leconte pudo presumir de haber acabado con la carrera de Björn Borg.
Aquello ya tenía algo de extraordinario porque el sueco estaba retirado
en la práctica cuando se plantó en la tierra de Sttutgart para jugar en
primera ronda ante un rival que por entonces se manejaba con soltura
entre los 25 mejores del mundo. Fue un partido con poca historia: 6-3,
6-1 para el francés, poco más que una anécdota. Es de suponer que Borg
se llevaría su buen dinero por la aparición y de vuelta a Montecarlo a
disfrutar del casino y el yate.
Estamos
hablando de un mito del tenis de los 70 que llevaba más de un año sin
disputar un partido profesional. Después de alejarse de las pistas al
acabar 1981, Borg solo había competido en Mónaco, donde residía: en
1982, ganó dos partidos antes de caer avasallado por Yannick Noah. En 1983, ganó precisamente a Leconte para perder en segunda ronda contra el irreductible José Luis Clerc.
Desde entonces, nada. Borg acababa de cumplir los 28 años y acumulaba
tres torneos en tres años. Su juventud era parte de su leyenda: todos
soñaban con un regreso por todo lo alto. Todos menos él, que estaba a
otras cosas.
Su
último torneo del Grand Slam lo había ganado en París, en sus pistas
talismán de Roland Garros, precisamente en 1981. Era su sexta victoria
sobre la tierra batida francesa, undécimo grande si contamos las cinco
victorias en Wimbledon… y eso que el sueco apenas se acercó una vez a
Australia, en 1974, vio cómo estaba aquello de lejos y se volvió a
Europa. Después de aquel triunfo, aún llegaría a la final en Wimbledon y
en el US Open, donde perdería en ambos casos con el joven John McEnroe.
Cuando Borg salió de la pista central de Nueva York antes incluso de
que empezara la ceremonia de entrega de títulos, ya sabía que su vida de
tenista profesional se había acabado y poco le importaba que la gente
le dijera que solo tenía 25 años y seguía entre los tres mejores
jugadores del mundo.
Probablemente, Borg intuía que no podía seguir compitiendo con el talento de McEnroe ni con la tenacidad de Connors y Lendl.
No, al menos, sin horas y horas de concentración, entrenamiento y
dedicación exclusiva. Lo que venía haciendo desde que tenía quince años.
Aquella era la cuarta final que perdía en Queens y no tenía demasiado
interés en quitarse ninguna espina clavada: era joven, guapo, arrogante y
tenía suficiente dinero para permitirse la vida que le diera la gana.
Ser un eterno adolescente para poder recuperar el tiempo perdido.
Acabó
la temporada jugando solo dos torneos más: Ginebra —donde ganó— y
Tokio, donde cayó en segunda ronda. No disputó el Masters y se limitó a
guardar un incómodo silencio, acumulando incomparecencias en los grandes
torneos. En abril de 1982 se movió unos metros de su casa para jugar el
torneo de Montecarlo y no se volvió a saber de él. A finales de aquella
temporada, confirmó públicamente lo que todos sabían de facto: ya
no iba a volver más, su carrera se acababa a los 26 años. El propio
John McEnroe le pidió públicamente que volviera, supongo que para él era
mejor jugar contra un iceberg que contra un cyborg como Lendl, pero
Borg no hizo caso: jugó los dos partidos mencionados en Montecarlo y
aquella especie de exhibición puntuable de Sttutgart ante Leconte de
1983.
Por supuesto, los rumores de retorno continuaron durante unos años, como sucede con cualquier estrella pop, pero Borg era el John Lennon
del tenis. No, no y no hasta que, justo cuando la presión había
desaparecido, cuando ya casi nadie se acordaba de aquel hombre de
melenas que había arrasado en el circuito durante ocho temporadas
impecables, Borg anunció su vuelta a las pistas. Su discurso tenía que
ver con la necesidad de volver a competir, con una supuesta
“deshumanización” del tenis por la aparición de “cañoneros” como Becker o posteriormente Sampras e Ivanisevic,
y la voluntad de demostrar que a sus 35 años seguía siendo competitivo,
quizá no para aspirar a la victoria en Wimbledon —su gran sueño, de
hecho, era participar de nuevo en un Grand Slam, solo participar— pero
sí para ir ganando partidos sueltos.
La
realidad es que estaba arruinado. Había derrochado en nueve años de
retiro los millones de dólares que amasara entre publicidad y victorias
en sus nueve años de éxitos.
Borg
volvió con canas, pelo ligeramente más corto, piel curtida por el sol y
su raqueta de madera. Era una locura. Corría 1991 y el circuito estaba
dominado por los Courier, Edberg, Agassi,
Sampras, Becker y compañía, jugadores mucho más jóvenes y con una
potencia física incomparable a la del veterano sueco. Como lugar de
regreso eligió de nuevo Montecarlo. El sorteo lo emparejó con el español
Jordi Arrese, un jornalero del tenis que pululaba por
el número 52 del ranking pero que se manejaba con soltura en la tierra
batida, tanto que el año siguiente sería medalla de plata en los Juegos
Olímpicos de Barcelona.
Si
la tan anunciada —y bien pagada— vuelta de Borg tenía sentido alguno,
se tenía que ver no contra los Courier sino contra los Arrese. El
partido duró 78 minutos y el sueco perdió su saque seis veces en apenas
ocho juegos al servicio. No es que Arrese estuviera a un nivel
descomunal —cedió a su vez tres breaks— pero la diferencia era
demasiada entre un profesional del tenis bien entrenado y un buscavidas
que intenta el milagro sin preparación durante casi una década. El
resultado, 6-2 y 6-3, era demasiado contundente como para imaginar que
Borg pudiera seguir manchando su nombre. De hecho, durante un tiempo,
pareció que sería así: no volvió a competir en todo 1991.
Sin
embargo, los problemas de dinero no desaparecieron, y a punto de
cumplir los 36, ya con una raqueta en condiciones, Björn volvió al
circuito de manera más o menos estable: hasta nueve torneos
profesionales jugaría aquella temporada, cosechando nueve derrotas,
incapaz de ganar un solo set y acabando el año con un terrible 6-0, 6-4
en Toulouse ante Lionel Roux, por entonces, el 196º del
mundo. Según las estadísticas oficiales, aquel año Borg se embolsó
26.390 dólares por sus apariciones en los diferentes torneos. Esa cifra
apenas le daría para pagar los gastos de desplazamientos y hoteles, hay
que suponer que la cantidad embolsada en patrocinios puntuales y dinero
bajo mano por parte de los organizadores superaba con mucho esa cifra.
Habían
pasado dos años desde su vuelta a la ATP y Borg tenía aún que ganar un
set a algún rival. El elegido fue Jaime Oncins, un sólido jugador
brasileño, número 46 del mundo, que cedió el tie-break del segundo
parcial antes de ganar el partido de primera ronda del torneo de San
Francisco. La gente se puso de pie y aplaudió al sueco como si hubiera
ganado a Connors en sus buenos tiempos. La historia se repitió un mes
más tarde, en marzo de 1993, contra el portugués Cunha-Silva,
con el fugaz torneo en pista cubierta de Zaragoza como escenario: 1-6,
7-5, 5-7. Vale que Silva no estaba ni entre los cien mejores del
ranking, pero parecía que Borg se iba acercando a un nivel decente. En
junio cumpliría 37 años, la broma no podía durar mucho más tiempo.
Cuando
se saltó el tradicional torneo de Montecarlo, pareció que la aventura
había llegado a su final. Por un lado, uno sentía la lástima habitual de
dejar de ver a una leyenda viva compitiendo con la clase media de un
deporte tan elitista, y por el otro agradecía que el esperpento acabara.
Borg había sido demasiado grande como para estar arrastrándose ante Oncins
y Silvas. Quizá picado por conseguir al menos una victoria que
justificara deportivamente el regreso o quizá porque Rusia ya se había
convertido en un estado controlado por oligarquías muy adineradas, el
caso es que el sueco eligió la Kremlin Cup de Moscú como último destino
del viaje.
El sorteo no le fue especialmente benévolo: en primera ronda le tocó un local, Alexander Volkov, número 17 del mundo, el ranking más alto al que había tenido que enfrentarse Borg desde marzo de 1983.
Aquel
miércoles 10 de noviembre de 1993 estaba marcado como el último de una
de las carreras más exitosas y rocambolescas de la historia del tenis.
Era impensable que Volkov fuera a tener problemas para doblegar a su
rival, pero algo sucedió que sorprendió al ruso y a todos sus
compatriotas: de repente, Borg volvía a sacar como antes. Apoyado en
doce aces y un 88% de puntos ganados con el primer servicio, el sueco ganó el primer set con cierta holgura (6-4). El mismísimo Boris Yeltsin
miraba anonadado y a la vez divertido desde el banco. Un partido más de
Borg, que ya había empezado a hacer sus pinitos en el circuito senior,
costaría a los organizadores un montón de dinero… pero también le daría
muchísima publicidad al torneo. Si era a expensas del chaval de 23 años,
no había problemas.
Volkov
se rehízo en el segundo set (6-3) y todo quedó para el tercero. Borg se
resistía como gato panza arriba. En la memoria de ambos estaba el
recuerdo del partido que habían disputado año y medio antes en Estados
Unidos, en el Campeonato Profesional de los EEUU, un torneo no puntuable
para la ATP pero en el que el ex número uno del mundo decidió ganarse
un dinero. Ahí, Volkov tuvo que llegar al 7-5 del tercer set para vencer
y en Moscú la cosa se pondría aún más complicada, hasta el punto de
que, después de casi dos horas de juego, Borg dispuso del primer punto
de partido desde que volviera a las canchas, con 6-5 y 30-40 sobre el
servicio de Volkov.
Un punto y a segunda ronda de uno de los torneos más caros de la ATP. Eso sería acabar por todo lo alto.
No fue posible. Volkov ganó aquel punto, forzó el tie-break y se llevó el partido al tercer match ball —Borg
no se rindió, nunca— con un disputadísimo 9-7 en la muerte súbita. No
era un final soñado pero era un final más que aceptable. El público se
puso de pie, Yeltsin pidió otra copita y Volkov saludó efusivamente al
maestro en la red. “Estoy físicamente preparado para seguir un año más”,
diría Borg al anunciar ese mismo día su retirada definitiva, “pero
psicológicamente me cuesta afrontar estos desafíos”.
Psicológicamente,
su lugar estaba en otro lado. Lo estaba ya con 25 años solo que el
dinero hizo que se le olvidara. Con su pelo en una media melena ya
blanca, se despidió de la ATP y cobró su último cheque. Desde entonces,
combina torneos de veteranos con exhibiciones con apariciones gloriosas
para entregar premios a todos los que se han atrevido a batir sus
distintos records, como el propio Sampras, Nadal o Federer. A él parece no importarle. En la televisión de plasma se ve todo mucho mejor.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "El último baile"