Recuerdo que la vi en el momento adecuado y en el lugar adecuado, así que quizá sólo eso ya explique todo. Era Barcelona y era verano. Iba con una chica. Ella pasaba ahí julio y agosto, trabajando en una radio, y yo iba a verla de vez en cuando. Pasaba las mañanas en un piso de Castelldefells leyendo a Cheever y esperando a que ella volviera del trabajo para pillar un pollo en algún lado y comérnoslo.
Visto desde ahora, creo que era absolutamente feliz.
A veces, era yo el que la recogía a ella: esperaba por el Paseo de Gracia, espantaba palomas en Plaza Catalunya y miraba el reloj del móvil para ver si eran las tres. Luego comíamos por ahí o
hacíamos apuestas absurdas, propias de un iluminado, mi afición favorita.
Una de aquellas tardes -calor terrible y húmedo, cuatro de la tarde, nada que hacer, probablemente viernes o algo peor- nos metimos a ver la película y desde que empezó tuve la sensación de que algo estaba cambiando. Que no tenía por qué, vale, que la peli era ñoña, algunas actuaciones resultaban mejorables y supongo que el final tenía un punto excesivo. Pero a mí me pareció perfecta.
Tan perfecta que, días después, lloraba a moco tendido en un cine de Madrid -con otra chica, claro- cuando Javier Pereira repetía aquello de "¿y si no consigo enamorarme nunca? ¿Y si en el amor no soy más que un peón, que en cada movimiento avanzo sólo una casilla, no como las torres o los alfiles o los caballos...?" y llené mi vida de esperanzas de lavadoras y promesas y canciones del tipo "Puede que mañana me quiera ir y puede también que mañana sea la vida y que mañana... no exista mañana".
Yo no tenía la culpa de querer ser adolescente. Se lo juro.
Inicié una carrera algo enloquecida hacia ningún lado. Como si quisiera acercarme a un secreto. Hablé con María Ripoll por teléfono durante media hora -seguía siendo verano, los dos adorábamos a un chaval de 18 años que se llamaba Messi y que aparece con el dorsal número 30 en la película, apenas dos segundos-, entrevisté por e-mail a Tamara Arias, compartí salas de cine en San Sebastián con Albert Espinosa... incluso, a intervalos, pensé en decirle algo a Javier Pereira cada vez que le veía en un festival, en un estreno, en el Costello...
Pero no me atrevía. El entusiasmo dura lo que dura.
Ayer, pensé en llamar a la chica. Ella me había mandado un mensaje antes. El típico mensaje de "Tu vida en 65 minutos en La 2 ;-)", así que en cierto modo yo estaba legitimado para llamarla y decirle: "¿Cómo se ve desde ahí, desde Barcelona y enamorada, calle Numancia, Travessera de Les Corts, Gran Vía...?" No como un gesto de nostalgia o no exactamente. Más como un reconocimiento. Como una señal de enhorabuena. Ella siempre tuvo ese punto suicida de los alfiles.
No lo hice. Me pareció violento e innecesario. Cociné algo de arroz y me emocioné cuando escuché la música del principio. Todo eran caras y voces conocidas -al final, en Málaga, me decidí a hablar con Pereira, la cosa no podía seguir así-. No me sentí peor ni mejor. Tranquilo. Contento. La sonrisa del que se reconoce a sí mismo hace tres años, aunque las cosas hayan cambiado tanto.
Hablé con la Chica Portada en uno de los intermedios y convinimos en que no era una buena película para solteros. Luego pensé en excusas, mil excusas, para volver: desde celebraciones de Copas de Europa a conciertos con banda.
Cualquier cosa valdría, supongo.