Cómo es posible escribir bien cuando es tan fácil escribir mal. Es una incógnita maravillosa. Uno pasa de las hojas de un periódico, con sus relatos veraniegos llenos de tópicos y frases hechas, los propios relatos sin sustancia ni personajes ni claridad y de repente se encuentra a Martin Amis y le dan ganas de dejarlo todo. Lo que quede.
Amis escribió "El libro de Rachel", a los 24 años, una edad en la que uno suele tirar de entusiasmo y un par de vivencias para construir algo marcadamente autobiográfico y normalmente auto-compasivo. Quizás Charles Highway sea un trasunto de Martin Amis, el propio autor así lo reconoce, pero lo importante es que no lo parece. Siempre hay algo de incomodidad cuando el lector reconoce la vida del escritor en la de los personajes.
Puede que parte de la pedantería de Highway, de su actitud reaccionaria ante las "revoluciones" de los últimos 60 y los primeros 70, tengan algo que ver con la adolescencia intelectualista que se le supone al hijo de Kingsley Amis. En cualquier caso, la distancia entre personaje y autor es prodigiosa. Si hay reflejo, hay reflejo irónico. Como mucho, uno encuentra en Highway una exageración de Amis, o lo que Amis pensaba que podría haberse convertido en algún momento.
"El libro de Rachel" es un libro inclasificable, como todos los buenos libros. Eso sí, es un libro inglés. No se puede dudar. El sarcasmo, el patetismo, la facilidad para encajar a los personajes en estereotipos sociales, una relación amor-odio con las costumbres y la gente... Cierto desasosiego petulante... Todo eso está ya ahí, a los 24 años, puede que mucho antes. En ocasiones, eso sí, el libro incluye escenas algo desagradables e innecesarias. Normalmente, en las primeras obras, no es tanto lo que falta como lo que sobra.
Aunque las abundantes escenas sexuales son de una elegancia que choca con los pormenorizados detalles, las situaciones más -digamos- escabrosas resultan
demasiado escabrosas.
Porque el prodigio está precisamente en la distancia, en conseguir meterle a uno en la historia de una manera oblicua, gradual, sin imposiciones. En "El libro de Rachel" está el mejor humor de Ignatius J. Reilly combinado con una tristeza atroz. Mediante situaciones a menudo disparatadas, fructíferas relaciones sexuales, tácticas enmarañadas de seducción adolescente... Amis nos deja entrever un fondo de tristeza brutal: un personaje completamente perdido en su erudición fingida. Un tipo que no es más que las citas que se ha aprendido de memoria y que utiliza para impresionar a las distintas chicas que acaba enamorando.
Eso sí, por ponerle una pega, podríamos decir que los personajes femeninos son más bien planos y absurdos. Highway se empeña en enamorar a idiotas, empezando por la propia Rachel, cuya personalidad se va desinflando poco a poco conforme avanza el libro de manera poco convincente.
Junto a la seducción y sus secretos, la pequeñez de un pavo real sin plumas, Amis nos deja una buena ración de críticas a los nuevos ricos, a los prejuicios sociales, a los hippies, a los progresismos reaccionarios, a los profesores de Oxford -donde Amis estudió-, a los snobs, a los matrimonios rutinarios y aburridos... Pareciera que todo el Londres de los años 70 y todo el mundo occidental de los últimos 50 años estuviera ya ahí, en el cerebro de Amis, apenas cumplida la veintena.
La narración del amor -de ese amor adolescente que consiste en quererse a uno mismo continuamente- y el desamor -ese desamor adolescente que consiste en pensar que jamás uno volverá a amar(se) de nuevo- es prodigiosa. Mediante el humor se llega a la tristeza. Mediante un personaje a menudo altivo y presuntuoso, se llega a entender la fragilidad y la debilidad. A menudo, uno se encuentra pidiéndole a gritos a Charles Highway que se dé cuenta de lo que le pasa. Que se ponga a vivir de verdad. Que deje todos los artificios. Cada fracaso, cada pequeño fracaso, nos duele como si fuera nuestro. Cada éxito nos sirve para decir: "Bueno, al menos ahora la bestia onanista estará tranquila un rato".
Un amigo me dijo una vez que mis libros le recordaban a Martin Amis. Era demasiado buen amigo o muy mal lector. Si alguna vez me parecí a Martin Amis era cuando no había leído nada suyo. Ahora, sería imposible. A mi edad, él ya llevaba al menos siete años siendo un genio.