Los madrileños hablamos mucho de nuestra ciudad y nos emocionamos cuando alguien dice algo bueno porque no estamos acostumbrados. Estamos acostumbrados a que nuestros alcaldes sean rancios y fachas, que nuestras calles estén sucias y abiertas, que nuestros muertos no acaben nunca de enterrarse, que nuestros políticos tengan afanes imperialistas ocultos...
Y, sobre todo, porque no tenemos a nadie que diga cosas tan bonitas como estas:
"En Barcelona se fue la luz. Estábamos cenando. Trajeron velas y nos pusieron delante unos langostinos relucientes. ¿Por qué me encanta Barcelona más que la mayoría de las ciudades? ¿Porque Barcelona y yo compartimos la pasión por pasear? ¿Fui feliz allí? ¿Estabas tú conmigo? ¿Estábamos festejando mi centésimo matrimonio? Me quedo con ésta. Muéstrenme un hombre que no se haya casado un centenar de veces y yo les enseñaré a un desgraciado que no merece el paraíso divino.
Estaba comiendo con el Espíritu Santo y alabé el mundo y el Espíritu Santo quedó complacido.
- Tenemos ese problemilla en Barcelona -dijo-: que se va la luz en mitad de la cena.
- Ya me he dado cuenta -le dije.
- Estamos haciendo todo lo posible por resolverlo -dijo Él-. Una ciudad espléndida, una de las mejores que tenemos.
- Una ciudad fabulosa -convine. En un éxtasis de admiración por lo que es, tomamos nuestra sencilla sopa."
Donald Barthelme. Viaje de una noche. 40 relatos.
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