Rodrigo Fresán es un escritor desmoralizante. Para los demás escritores, digo. Uno de esos raros talentos que saben contar cualquier cosa de la manera más fácil posible. Meterse en su escritura es como andar tras un guía turístico borracho: te enteras de todo lo que te rodea con tal detalle que te da igual si realmente lo que está contando es verdadero o falso o si lo que te rodea realmente te rodea o es solo un espejismo.
Da igual.
"Historia argentina", el primer libro de Fresán, es un ejemplo de rarísimo "realismo mágico", de post-realismo mágico, por decirlo de alguna manera. Post-realismo mágico pop. Está Argentina, por supuesto. Una Argentina fácilmente reconocible en todos los capítulos-relatos entre los años 1978, aproximadamente -Mundial de Menotti- y 1986 -Mundial de Bilardo-. Está la represión militar, la locura de las Malvinas, están los desaparecidos, los torturados, los niños bien y los secuestradores chuscos.
Los revolucionarios de verdad y los de pega. Los mercenarios. Los traidores. Los ganadores y los perdedores y los testigos.
Fresán escoge ser testigo. Fresán siempre se escora. Fresán es un espejo deforme en el que toda esa realidad se refleja en cualquier forma distinta a la original sin que el lector tenga opción alguna de protestar. Fresán ya era con 26 años un escritor impresionante, conocedor de todos los trucos. La comparación recurrente con Borges parte del oficio más que de la temática o el estilo. Fresán no puede evitar meter a los Beatles o a los Rolling cada ciertas páginas. Para él, la realidad tiene esa banda sonora y sin banda sonora, simplemente, no hay realidad, hay cualquier otra cosa.
Borges era un niño perdido del XIX, un hombre que vivió el siglo equivocado y al que daba la sensación que todo lo que pasó de Stevenson en adelante le importaba muy poco. Él seguía con sus tigres, sus laberintos, sus juegos de niño metido en anciano ciego con bastón. Las mil y una noches. La isla del tesoro. Borges era irónico, muy irónico, pero muy poco pop, nos pongamos como nos pongamos. La cultura popular, la nueva cultura popular de masas no solo le provocaba desprecio sino incluso, se podría decir, miedo.
Fresán se parece en la actitud: su estilo literario también tiene un punto infantil y juguetón, de niño escribiendo por las noches bajo las sábanas justo después de dejar en el suelo el libro de James Barrie. Sus personajes se quedaron en los 60 y los 70, en las portadas de los vinilos y las series de televisión en blanco y negro. The Twilight Zone. En la literatura de los dos están las bibliotecas de los padres, la vasta cultura sudamericana, esa inconcebible capacidad de escribir un cuento con 8 años y que ese cuento hable sobre el Imperio Azteca y además sea maravilloso.
Todo en "Historia Argentina" es maravilloso. Incluida la estructura. Cualquiera con un mínimo talento sabe que escribir unas cuantas páginas interesantes no es tan complicado. El problema es conseguir que esas páginas cuadren unas con otras, es decir, que no sea una literatura de flashes sino una narración bien construida, amena, excitante, divertida, reflexiva y que siga un hilo de ficción que permita sorprender al lector cuando más relajado estaba, es decir, cuando pensaba que lo que leía era verdad. Dormirle y despertarle con un cubo de agua, igual que en un tebeo.
Hasta cierto punto, "Historia argentina" es incluso arrogante. Desmoralizante y arrogante. Es un "aquí estoy yo" de tal sinceridad que abruma. Su sencillez, su manejo de todas las armas sin aparente dificultad, como un Neo que aprendiera minimalismo en Matrix con solo cargar un programa en su cerebro, su declaración de intenciones, una especie de "siempre quise ser escritor y exactamente eso es lo que soy", son de una convicción brutal. Un guía borracho, puede. O incluso un guía de ocho años, juguetón por los pasillos, pero un guía al que seguirías a cualquier parte sólo con tal de escucharle un rato más. Todos volando detrás de Peter Pan y Peter Pan, el pobre, sin saber qué hacer en ese caos llamado Buenos Aires, ese país improbable que es Argentina.