jueves, agosto 28, 2014
Más allá de la contienda
Salgo de Tipos Infames algo eufórico, con dos libros en la mano. Cuando me encuentro con Jacobo Rivero, que también parece a su vez eufórico, los dos menos cansados que en capítulos anteriores, le muestro la mayor prueba de mi bipolaridad: por un lado, el "Más allá de la contienda" de Romain Rolland recién empezado y por el otro, girando simplemente el brazo, "La leyenda del Mississippi", de Pepe Navarro. Ese soy yo y así hay que entenderme. "Una lectura friki para cuando el niño dé mucha guerra y no me pueda concentrar", le digo, como disculpándome, aunque si Jacobo supiera las cosas que yo he leído en mi vida creo que no habría disculpa posible.
En cualquier caso la euforia no tiene que ver con Krispín Klander sino con el hecho de estar de nuevo en Malasaña y, sobre todo, de haber estado hablando una hora con Carlos Jiménez. Es algo complicado, a mí por lo menos siempre me lo ha resultado, hablar con tus ídolos. Yo pasé tardes y tardes en distintos pabellones de Madrid animando a Carlos Jiménez, observando detenidamente sus movimientos en defensa, su habilidad organizando el ataque. Con los años, Jiménez se convirtió casi en un modelo de conducta y cuando empezaron las guerras de poder yo repetía continuamente: "Votaré lo que me diga Jiménez", pero Jiménez obviamente nunca me dijo nada.
Charlamos sobre el pasado del Estudiantes, sobre los momentos alegres y los momentos duros. Sus momentos duros, sobre todo. "¿Tú no eras de los que me silbaba el último año?", me pregunta, medio de broma, y yo puedo contestar tranquilamente que no porque lo dejé por escrito -de la importancia de dejar las cosas por escrito ya se habló en el post anterior- y me cuenta de pasada una historia bonita; más que una historia, una sensación, la que tiene el jugador del Estudiantes cuando va a entrenar al Magariños, cuando va a hacer pesas al gimnasio y se cruza con un niño, con un adolescente, con alguien que cuyo fin de semana depende de cómo haya quedado el equipo, y le dice algo o simplemente le mira con ojos de ilusión, de admiración. Lo que te empuja a no fallarle el siguiente fin de semana.
Me emociona porque yo fui ese chaval. Escribía en mi diario en mayúsculas "HOY HE VISTO AL YETI" y lo llenaba de exclamaciones porque, con 16 años, grunge aparte, lo más impresionante que te podía suceder era encontrarte con Danko Cvjeticanin. Aún con los años me pasa, gracias a mi buena amistad con Pablo Martínez Arroyo: apenas nos sacamos cuatro o cinco años de edad y es normal que tengamos una cierta complicidad generacional, pero, claro, eso sucede ahora. Cuando yo tenía 15 años, él tenía 20 y lideraba al equipo hacia Estambul y para mí era directamente un ídolo, un héroe. Cuesta tomarte cafés con tus héroes igual que cuesta llamarles al móvil y charlar sensatamente sobre desencuentros y canastas falladas.
Es una buena charla, que es lo importante, una charla que inicia las muchas de mi nuevo libro, el que no sé aún cómo escribiré con el tiempo que me queda hasta la entrega y el niño que llora, recién despierto, mientras su madre le cambia el pañal. El niño bipolar, como el padre, que lo mismo te sonríe a carcajadas que se pone a gritar en cuanto algo no le cuadra.
Algo de eso sabe Jacobo, padre también a una edad similar a la mía. Escribir y leer con el llanto de fondo, más allá de la contienda y del Mississippi. Jacobo acaba de publicar un libro muy interesante sobre Pablo Iglesias y el fenómeno Podemos y le han caído las hostias habituales entre los que prefieren insultar al escritor antes que leerse el libro. Vaya por delante, y ustedes ya lo saben, que a mí Pablo Iglesias no me dice mucho y es un hombre al que difícilmente votaré nunca, pero eso no quiere decir que no sea un fenómeno social relevante y que me interesen los fenómenos sociales relevantes. El libro de Jacobo, en ese sentido, es una buena manera de explorar en sus intuiciones, sus vaguedades e incluso sus contradicciones.
Jacobo, ya digo, está contento porque sale de una entrevista en una radio de Arturo Soria, una de esas entrevistas con tertulianos de las que supongo que sales espídico por completo. Lo ha pasado mal porque siempre es mejor que te insulten por Twitter a que te insulten en un callejón oscuro, pero cuando te han insultado más de 500 personas, la cosa empieza a afectarte. Nada, en cualquier caso, que no pueda evitar una tortilla de patatas en el Maracaná, Plaza de Olavide.
El Maracaná sale en el libro de Raquel Peláez como referencia y la verdad es que la tortilla está rica, pero igual que soy del Estudiantes y de Carlos Jiménez, también me declaro fan irredento del Arco Iris, el bar vecino. Da igual. Acaba agosto, hace una noche calurosa pero apacible, y la conversación va del Estudiantes a la selección, de la selección al mundo editorial y del mundo editorial a la situación política en España, Podemos aparte. El "sentido común" no como programa electoral, porque es algo demasiado manido y peligroso, pero sí como un mínimo que permita que en Santiago de Compostela no dimita el alcalde cada año por cuestiones de corrupción, para poner un ejemplo...
En esas estamos cuando llegan las once, que es una hora límite para padres con niños pequeños. Nos medio abrazamos -aún presentamos una cierta torpeza en esta clase de efusividades: con las chicas todo es más sencillo-, él camina hacia Lavapiés y yo cojo un taxi a casa, donde el Niño Bonito me recibe con una de sus sonrisas y no para de carcajearse cada vez que le repito que me lo voy a comer empanado, como si él también intuyera que he desarrollado alguna especie de intolerancia al gluten.
Entre otras cosas.